Días de coronavirus (XXIII)

    Hoy la mañana me trajo esperanza y me insufló ánimos. El responsable fue el mensaje que entró cuando pedaleaba en el balcón antes de meterme en la ducha. Decía ser del banco donde tengo cuenta. Pedía actualizar los datos de acceso para las operaciones online. El texto contenía alguna que otra falta de ortografía y la gráfica, aunque muy similar a la que usa el banco para sus comunicaciones, tenía algo rebajado el tono de color. El mensaje, por otra parte, era el que el propio banco repite machaconamente que no enviaría jamás y que debemos ignorar, en caso de recibirlo. Era eso que llaman phishing, la suplantación de la imagen digital de una entidad para robarnos.

    ¡Qué alegría! «¡Gracias!», grité al patio de manzana: «¡Gracias!»

    Porque saber que en medio de la muerte, el desánimo, la angustia y la renuncia que padecemos estas semanas, hay tipos vivos, gente luchando por engañar y robar, diseñando trampas, ensayando estafas, es magnífico. Tener pruebas de que hay canallas que creen y construyen el mañana es fabuloso y me alegro por ellos. ¡Porque eso es también alegrarme por mí, por todos! Toda esa gente nos muestra que hay un mañana, aunque el porvenir se funde en la mentira y la codicia. ¿Acaso era muy distinto el ayer que nos va dejando?

    Trabajé la primera parte de la mañana como de costumbre. Ignoraba que M. pronto iba a amenazar con estropearme el ánimo.

    «¿Cuándo fue la última vez que fuimos juntos a un restaurante?», preguntó de repente, cuando me vio pasar a la ventana a mirar a lo lejos.

    Una puñalada. Apoyé la cabeza en los barrotes, pero me repuse. Echamos cuentas. Fue la noche del 3 de marzo en San Sebastián, a donde viajamos para unas horas. Había reservado en el restaurante Mendaur Berria, que me habían recomendado con entusiasmo. Recordar ahora, confinados y sin saber cuándo volveremos a entrar a un restaurante, el arroz trufado con foie y los chipirones que nos sirvieron allí, me dolió como al santo que da nombre a la ciudad vasca las lanzadas que le hincaron en el torso.

    Aun me quedaba recordar la última vez que pisé un restaurante yo solo antes del arresto. Fue tres días después de aquella noche, en la tarde del viernes 6 de marzo, hace hoy redonda y exactamente un mes. Ese día bajé a comer al Mantura, el restaurante del amigo Antoine en la calle Encarnación, a cuatrocientos metros de casa. Antoine sirve platos donde fusiona la comida mediterránea con la asiática y en esa, la última vez que me sirvieron en un restaurante, comí un sencillo y estupendo Pad thai de pollo.

    Alguien podrá preguntarse qué importa, más o menos, un restaurante en medio de lo que vivimos. Como alguien se preguntará qué importan más o menos las visitas a las bibliotecas, los museos de arte, las librerías o las salas de conciertos. Hay gente que se hace preguntas improcedentes todos los días. Y sobre todo en los días de la pandemia, sujeto el juicio al mero afán de supervivencia y a los números galopantes que sirven los periódicos.

    Pero solo lo haría alguien que ignore que de todos esos lugares, y de cualquier otro que seamos capaces de concebir, los restaurantes son los espacios donde más cerca, más intensamente, con más frecuencia y, si se sabe elegir, con mayor deleite se relaciona un hombre con la cultura. ¡Con toda la cultura! La culta y la popular, juntas. La tradicional y la de vanguardia, en espacios contiguos, pero a veces separados por pared porosa. Con la cultura de cualquier geografía por distante que sea. Con la cultura que sale de la tierra y construyó el hombre: teluricidad y humanidad; campo, paisaje y civilización. Con la cultura como herencia y transformación. Con la cultura tumbada sobre un mantel que empapa tanto como a quien la paladea.

    Hace cuatro semanas que yo no entro a un restaurante, me siento a una mesa de una casa de comidas, sea sofisticada o casera, y repaso la carta, ¡el catálogo!, para decidir qué quiero comer. Cuatro semanas en las que a partir de la decisión que tome, como por arte de magia, cocineros de manos firmes, olfato de jabalíes y paladar hijo de mil tientos, operan la sublime alquimia que es cocinar: juntar, cortar, amalgamar, freír, asar, pochar, moler, hervir, batir, cocer, enfriar, hornear…

    A media tarde supe que el Gobierno nos pedirá llevar mascarillas. Nos pedirá. El Gobierno. Este Gobierno, máscara.

    ¿Cuándo volveré a un restaurante?

    ¿Cómo será la experiencia? ¿Irán con mascarilla los camareros? Supongo que entraré provisto de una, la cara tapada como la de un guerrillero de Paris Match cuando era Paris Match, y pediré por la mesa reservada a nombre de «Forfe Fefer».

    Muchos se preguntan hoy por el consumo de cultura en el futuro próximo. Qué será de museos, conciertos y salas de cine.

    ¡Y de los restaurantes, ¿qué?, oye!

    La distancia social los matará. Las barras del Dos palillos o el Coure en Barcelona. ¿Volveremos a sentarnos allí alguna vez? El salón del Sporting, el humilde restaurante gallego de Gràcia al que he ido a comer durante años, o el semisótano de El Glop, donde la butifarra con judías sabe a monte, a piedra, a lo que uno siempre quiso y querrá que sepa la vida.

    ¿Qué será del placer de la comida, del regalo del gusto, de la sorpresa hermosa de la gastronomía, esa expresión destilada de la vida, ese revolcón de los sentidos? ¿Qué, de la mesa compartida, la confidencia dicha a la oreja del comensal de al lado, la mano amiga que parte el pulpo o la tortilla para todos?

    También eso nos quitará la pandemia, que nos hará más pobres, más temerosos, más solitarios y más ajenos a la suerte, la increíble suerte que es estar vivos.

    Duele pensar que, paradójicamente, todo parece haber comenzado cuando un hombre quiso elevarse en el trampolín de la gastronomía y saborear el pangolín hecho estofado o el murciélago ensartado en un pincho. ¡Ah, con lo bien que le habría sentado al planeta, a la vida, al futuro, a él mismo, que se hubiera limitado a una humilde croqueta de jamón, una de esas por las que yo lloro ahora amargas lágrimas de confinado!

    Bajé ahora a Bruno. Hamza, el paquistaní que tiene tienda aquí abajo, me dijo que el skinny boy que practica boxeo y vive en el 13 le dijo que se habían llevado a su madre al hospital. «You should take care and wear a mask, man», me regañó.

    spot_img

    Newsletter

    Recibe en tu correo nuestro boletín quincenal.

    Te puede interesar

    Economía cubana: crisis de productividad, inversión deformada, falta de divisas, descontrol...

    El gobierno cubano reconoce que aún no se concreta la implementación de las proyecciones acordadas para la estabilización macroeconómica del país. Igual admite el fracaso de la política de bancarización y que las nuevas tarifas de los combustibles aumentaron el valor de la transportación de pasajeros, tal como se había predicho.

    Cerdos

    Ruber Osoria investiga el alarido sobre el que se...

    Cinco años en Ecuador

    ¿Qué hace un cubano que nadie asocia con su país natal haciéndole preguntas a los árboles? Lo único que parece alegre son las palomas, vuelan, revolotean, pasan cerca, escucho el batir de sus alas. Es un parque para permanecer tendido en el césped. A algunos conocidos la yerba les provocaría alergia, el olor a tierra les recordaría el origen campesino.

    La Resistencia, los Anonymous de Cuba: «para nosotros esto es una...

    Los hackers activistas no tienen país, pero sí bandera: la de un sujeto que por rostro lleva un signo de interrogación. Como los habitantes de Fuenteovejuna, responden a un único nombre: «Anonymous». En, Cuba, sin embargo, son conocidos como «La Resistencia».

    Guajiros en Iztapalapa

    Iztapalapa nunca estuvo en la mente geográfica de los cubanos,...

    Apoya nuestro trabajo

    El Estornudo es una revista digital independiente realizada desde Cuba y desde fuera de Cuba. Y es, además, una asociación civil no lucrativa cuyo fin es narrar y pensar —desde los más altos estándares profesionales y una completa independencia intelectual— la realidad de la isla y el hemisferio. Nuestro staff está empeñado en entregar cada día las mejores piezas textuales, fotográficas y audiovisuales, y en establecer un diálogo amplio y complejo con el acontecer. El acceso a todos nuestros contenidos es abierto y gratuito. Agradecemos cualquier forma de apoyo desinteresado a nuestro crecimiento presente y futuro.
    Puedes contribuir a la revista aquí.
    Si tienes críticas y/o sugerencias, escríbenos al correo: [email protected]

    spot_imgspot_img

    Artículos relacionados

    La mariposa china

    Leo que el Partido Comunista de China —¿acaso lo...

    Maquetar la ausencia

    Antes de la pandemia, apenas se podía caminar por...

    Un abrazo en el parque

    Hace un año que la conozco. Quizá menos, definitivamente...

    Los Finlay, otra forma de la continuidad

    Camilo Martínez Finlay, in memoriam En las primeras jornadas de...

    4 COMENTARIOS

    DEJA UNA RESPUESTA

    Por favor ingrese su comentario!
    Por favor ingrese su nombre aquí