Amy Coney Barrett y el fundamentalismo

    El lunes 26 de octubre fue confirmada la nueva jueza de la Corte Suprema de los EEUU, Amy Coney Barrett. El proceso que la ha llevado hasta aquí ha sido muy comentado. En primer lugar, porque el Partido Republicano rompió su propio argumento de no designar jueces en año electoral —tal como defendió en época del presidente Obama—; en segundo lugar, porque su confirmación ha sido acelerada hasta el ridículo —incluyendo sesiones en sábado y domingo— y, en tercer lugar, porque, incluso así, ha concluido apenas una semana antes de las elecciones de este 3 de noviembre. Ahora, cuando ya solo queda aceptar su designación, parece un buen momento para analizar ciertas implicaciones en una escala más general, que trasciende la política norteamericana de todos los días.

    Hace dos semanas —entre el 12 y 16 de octubre—, Barrett explicaba sus referentes legales con unas ideas que la acercan al peligroso adjetivo de «fundamentalista». Al reconocer las influencias del fallecido magistrado Antonin Scalia, dijo haber aprendido de él que «un juez debe aplicar la ley tal como está escrita, no como le gustaría que fuese»[1]. Es cierto que más adelante añadió algún matiz y que también introdujo la noción de «interpretación» —en una acepción diferente de la que usaremos aquí—, pero en sentido general dejó claro lo que podemos esperar de ella. Si tuviera que elegir entre hacer justicia —en el sentido de actuar sobre el mundo que vivimos, amoldándolo al orden que los ciudadanos consideran correcto— y hacer cumplir la ley —en el sentido de ordenar el mundo en que vivimos según las reglas preestablecidas—, seguramente escogería la segunda opción. ¿Por qué si no hacer referencia a la literalidad de la ley? Que un juez no debe hacer lo que quiera lo sabemos todos. No hace falta que lo explique en una sesión del Senado de los Estados Unidos.

    En el siglo XXI es histórica y epistemológicamente incongruente esperar que un documento del siglo XVIII contenga la respuesta —literal— a los problemas del presente. No importa su origen, su calidad, ni su lugar en la jerarquía de los objetos sagrados de una nación. Los textos no hablan por sí mismos —incluyendo la Constitución de los Estados Unidos. Funcionan porque se les «trae» hasta nosotros —la comunidad política del presente—, se interpretan, y se aplican a nuestras circunstancias. Parafraseando a Michel de Certeau, a través de la ley nos hablan los muertos. Es cierto que escucharles es reafirmar lo que hay de persistente en un proyecto político, refrendar la permanencia del Estado-Nación en el tiempo, pero tampoco se trata de estar obligados a obedecerles. Esta es nuestra época y nuestra situación, nuestros problemas.

    La designación de Barrett es más llamativa si se toman en cuenta las circunstancias en que llega a la Corte Suprema. Su antecesora, Ruth Bader Ginsburg, se hizo notoria a mediado de los años noventa por defender posiciones diametralmente opuestas a las de Barrett y Scalia. En 1996 escribió una de sus más conocidas argumentaciones en la que defendió la aplicación de la Decimocuarta Enmienda (1868) —igualdad de derechos— contra la reticencia del Instituto Militar de Virginia a aceptar mujeres entre sus estudiantes. Ginsburg terminaba la opinión de la Corte así:

    «Una parte fundamental de la historia de nuestra Constitución […] es la historia de la extensión de los derechos y protecciones constitucionales a las personas que alguna vez fueron ignoradas o excluidas. La historia del IMV [Instituto Militar de Virginia] ha continuado al mismo tiempo que nuestra comprensión de «Nosotros el Pueblo» se ha expandido […] No hay razón para creer que la admisión de mujeres capacitadas para todas las actividades requeridas a los cadetes de IMV destruiría el Instituto en lugar de mejorar su capacidad para servir a una «Unión más perfecta».»[2] [3]

    La decisión contra la escuela militar fue apoyada por siete jueces y disentida por uno, precisamente el juez Antonin Scalia.

    Aplicar la ley es, de alguna manera, forzar lo escrito para que «hable» de situaciones que no contemplaban sus autores —en este caso los legisladores. Cada vez que las leyes se usan, se amplían los límites de la justicia, haciéndolas responder a nuevos asuntos. Se re-coloca —junto a todo el sistema de la legalidad— en relación con un nuevo con-texto, siempre cambiante, y que para nosotros es lo único verdaderamente perentorio.

    En una entrevista de 2017 Ruth Baden Ginsburg se preguntaba quién podría querer ser gobernado por una Constitución muerta y se respondía que, en esas condiciones, la Constitución no le servía a la sociedad. Luego añadió:

    «Al principio, ¿quiénes eran «nosotros el Pueblo»? Hombres blancos con propiedades. ¿Quiénes son «nosotros el Pueblo» hoy en día? Al principio, ni siquiera incluía a los nativos americanos, y dejaba fuera a la mitad de la población, hasta 1920, cuando la Decimonovena Enmienda, por fin, dio a las mujeres el derecho a votar. Por lo tanto, yo celebro la Constitución tal y como ha evolucionado a lo largo de los siglos y no tanto según lo que se escribió en 1787.»[4]

    En este sentido —hermenéutico—, las leyes de un Estado siempre están incompletas. Y la acción de interpretarlas tiene un significado exactamente opuesto al que le daban los exégetas bíblicos de la tradición escolástica —probablemente un modelo que Amy Coney Barrett aprecia. A diferencias del corpus legal de una nación, para los fieles la Biblia —y cualquiera de los otros textos sagrados— es un texto acabado cuyo origen divino coloca al «autor» en una dimensión inalcanzable, en un nivel superior de poder. Frente a ellos, al lector solo busca desentrañar una «verdad» que le precede y que desde siempre ha estado inscrita. Aspira a someterse, a absorber el texto, y luego adapta su comportamiento al mismo en la medida que sus virtudes lo permiten. Esta es su única actividad, y esto es precisamente lo que quiere decir la palabra «fundamentalismo».

    En el Estado-Nación contemporáneo, por el contrario, el intérprete —el juez individual o colectivo— debe ser quien concluya la ley —en este caso la Constitución. Es un elemento activo que conecta la literalidad del texto —y la tradición interpretativa que le condiciona— con cada uno de los casos concretos que se le «someten a juicio» —en el sentido de presentarse al razonamiento y a la sensatez. Por el camino, el intérprete transforma la ley, se transforma a sí mismo, y transforma al Estado.

    No deja de ser contradictoria —o sospechosa, según se mire— otra frase que usó Barrett en el segundo día de las sesiones: «Mis opiniones personales no tienen nada que ver con cómo decidiría los casos. Y no quiero que nadie tenga dudas al respecto.»[5] Se refería a las influencias que podrían tener en la Corte Suprema sus conocidas posturas contra el derecho al aborto, pero también repitió la idea en relación con otros temas. Supuestamente, esta es una de las virtudes del llamado «originalismo», la posición teórica que defiende que la Constitución debe ser aplicada con apego al significado original del texto y tomando en cuenta exclusivamente el momento en que entró en vigor. De ello se deduce que el juez no participa de la decisión, su esfuerzo es puramente «investigativo», y sus decisiones, por tanto, no son suyas sino de la ley. Él solo sería la voz, el medio —más o menos pasivo— a través del cual esta se expresa. En consecuencia, si hubiera que cuestionar imparcialidad alguna, sería la imparcialidad del texto, no del intérprete, quien quedaría así disuelto —¿o escondido?

    Aunque la figura más conocida del «originalismo» es precisamente el fallecido juez Antonin Scalia, la idea no se agota, ni mucho menos, en él y en Barrett. Entronca con un movimiento conservador que comenzó a expandirse a principios de los años setenta del siglo XX y que Erwin Chemerinski ha denominado el «asalto a la Constitución»[6]. Su auge, además, no se debe a una cuestión estrictamente teórica. Desde el año 1969 hasta hoy, los conservadores han nominado a 15 de los 19 jueces que han pasado por la Corte Suprema. Las consecuencias son evidentes, como lo es también su extensión fuera del ámbito jurídico.

    En la medida en que se coloca la referencia interpretativa en una época (siglos XVIII y XIX) durante la cual el papel del gobierno federal era mucho más estrecho, resulta casi obligatorio oponerse también a ampliar cualquiera de las protecciones gubernamentales que se demandan hoy, por ejemplo, el derecho a la salud pública, la protección del clima, el control de la tenencia de armas, la defensa de las minorías, etc.

    No es este el lugar para lanzarse a una crítica teórica del originalismo como tendencia jurídica. El tema daría para muchas páginas. El mejor resumen probablemente lo encontraremos lejos de la academia, y lo hizo la alcaldesa de Chicago Lori Ligtfood el pasado 13 de octubre. Cuando le preguntaron si era originalista, casi sin poder contener la risa, Ligtfood respondió: «No señora, no soy… dado que la Constitución no me considera una persona en ningún sentido, manera o forma porque soy mujer, porque soy negra y porque soy gay. No soy originalista.» A continuación, elogió la carta magna y destacó que su principal valor consistía en su capacidad para evolucionar. Aquí, en un solo ejemplo, queda claro quiénes pueden creer hoy en la neutralidad de la jueza Barret y quienes no tienen nada bueno que esperar de ella.

    En cualquier caso, el principal problema del originalismo no es de orden propiamente jurídico, es anterior —en el sentido lógico del término—; es más bien de orden filosófico o, más exactamente, epistemológico. Sin entrar una vez más en excesivas disquisiciones, apuntemos algo evidente: no es posible enajenar la voluntad y la opinión personales en una decisión. Y en el caso del juez…, o bien se está engañando a sí mismo o bien quiere engañar a los ciudadanos. El Derecho no es una Ciencia Exacta —en la que el resultado de una suma siempre es el mismo, independiente de cómo se plantee—, ni la interpretación puede ser entendida como «simple» observación. No hay un interruptor con el cual apagamos la voluntad y la consciencia según nos convenga. Incluso los historiadores han renunciado hace mucho tiempo a descubrir los hechos «tal como sucedieron», y junto a ellos han seguido todas las otras disciplinas sociales y humanísticas, en lo que Richard Rorty llamó el «Giro Lingüístico»,[7] y otros han llamado el «Giro Culturalista».[8]

    En pocas palabras, no es posible practicar la ley sin interpretar, y no es posible interpretar sin inmiscuirse, sin actuar; sin establecer un puente entre lo que Paul Ricoeur llamó «el mundo del texto» —ordenado, impersonal, permanente— y la experiencia singular del presente —cambiante, infinita, individual. En el caso del sistema de la legalidad, con dificultades añadidas como, por ejemplo, el compromiso de mantener la coherencia con lo que la comunidad considera «bien», con toda la tradición teórica, y con el resto de situaciones a las que antes ya se aplicó una misma regla. Esas dificultades no hacen la interpretación imposible, pero sí la complejizan en un grado máximo, y eso es precisamente lo que exige la total implicación del juez, no su retirada…

    A estas alturas de la [pos]modernidad, no se puede negar que cada decisión judicial produce legalidad, en especial en el caso límite de una Corte Suprema de los Estados Unidos. Es peligroso anular el papel activo al intérprete, ese punto de creatividad inevitable en la función de un juez —individual o colectivo—, porque entonces o bien nos esconde algo, o bien se engaña a sí mismo, o bien está cuestionando la primacía de la individualidad en las decisiones colectivas. En los tres casos está poniendo en duda la capacidad de pensar —en toda la extensión de la palabra—, la posibilidad de innovar y de reordenar el mundo en que vivimos en función de nuevas necesidades. Es, en cierto modo, un intento de coartar la libertad y la voluntad de los ciudadanos.

    El senador Cory Booker puso seguramente el dedo en la llaga cuando, en otra de las sesiones en el Congreso, dejó en evidencia esta supuesta imparcialidad. Le preguntó a Barrett si ella estaba al tanto de los debates raciales de los últimos tiempos y del papel que la justicia había tenido en la larga historia de discriminación racial en los Estados Unidos. Específicamente le preguntó si estaba al tanto de la existencia de sesgos raciales en el sistema judicial y de los estudios al respecto. La candidata contestó que sí y, a continuación, Booker le pidió que especificara qué estudios había consultado. La respuesta fue ninguno.

    Con la designación de la nueva jueza, la Corte queda en mayoría conservadora de seis a tres por primera vez en 80 años. Un balance tan extremo amenaza con decantar varias de las cuestiones más discutidas en la política norteamericana: el derecho al aborto, el matrimonio homosexual, la reforma del sistema de salud y la definición de los distritos electorales (gerrymandering). Incluso, pudiéramos encontrarnos en la paradójica situación de que la Corte Suprema tenga que decidir sobre las inminentes elecciones —en las que se juegan su futuro, precisamente, muchos de los senadores que aprobaron la designación de Barrett y, por supuesto, el Presidente mismo, responsable de las últimas tres nominaciones. Con todo, las mayores consecuencias no se pueden avizorar todavía y tienen que ver con la peligrosa consolidación del originalismo como teoría jurídica predominante en los Estados Unidos.

    Restará ver si el Partido Demócrata consigue una victoria tan amplia que le permita intentar una reforma de la Corte Suprema. Incluso así, habría que convencer a Joe Biden, quien tampoco parece muy favorable a esta idea. De todo esto seguramente se volverá a hablar después del martes 3 de noviembre. De momento solo podemos apuntar la amenaza de una postura teórica particularmente conflictiva, que niega a la comunidad política una vía para transformarse en función de los tiempos.

    Una postura que, además, ignora —como mínimo— los últimos cien años de cultura occidental. Que no es conservadora; es retrógrada.


    [1] «More than the style of his writing, though, it was the content of Justice Scalia’s reasoning that shaped me. His judicial philosophy was straightforward: A judge must apply the law as written, not as the judge wishes it were. Sometimes that approach meant reaching results that he did not like. But as he put it in one of his best known opinions, that is what it means to say we have a government of laws, not of men.»

    [2]  «A prime part of the history of our Constitution […] is the story of the extension of constitutional rights and protections to people once ignored or excluded. VMI’s story continued as our comprehension of «We the People» expanded […] There is no reason to believe that the admission of women capable of all the activities required of VMI cadets would destroy the Institute rather than enhance its capacity to serve the «more perfect Union».»

    [3] Se refiere a las frases del Preámbulo de la Constitución de los Estados Unidos: «Nosotros, el pueblo de los Estados Unidos, a fin de formar una Unión más perfecta, establecer la justicia, garantizar la tranquilidad nacional, tender a la defensa común, fomentar el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros y para nuestra posterioridad, por la presente promulgamos y establecemos esta Constitución para los Estados Unidos de América.»

    [4] «In the beginning, who were “we the people?” White property-owning men. Who are “we the people” today? In the beginning, it did not even include Native Americans, and it left out half the population until 1920, when the Nineteenth Amendment, at last, gave women the right to vote. So, I celebrate the Constitution as it has evolved over the centuries and not so much with what was written in 1787.»

    [5] «My personal views don’t have anything to do with how I would decide cases. And I don’t want anybody to be unclear about that.» (Amy Coney Barrett Senate Confirmation Hearing Day 2 Transcript, 49:04).

    [6] Chemerinski, Erwin. The conservative Assault on the Constitution. New York, Simon&Schuster, 2010.

    [7] Rorty, Richard. The Linguistic Turn. University of Chicago Press, 1992.

    [8] Bonnell, V. E. y Hunt, Lynn (Eds), Beyond the Cultural Turn. New Directions in the Study of Society and Culture. University of California Press, 1999.

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