Del urinario al papel higiénico: Apogeo y caída del Arte Contemporáneo desde Duchamp hasta la pandemia

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    Un siglo después que Marcel Duchamp instalara su famoso urinario en una galería de Nueva York, el Museo Guggenheim de esa ciudad le ofreció a Donald Trump un retrete dorado, obra del artista italiano Maurizio Cattelan. La idea era que el Presidente, fan al oro, lo colocara en la Casa Blanca y sintiera que el mundo del arte (en su gama alta, eso que se llama mainstream) lo estaba tirando a mierda.

    De algún modo, el Arte Contemporáneo puede historiarse en esa misma ciudad, y entre esos dos mojones —lindes— que remiten a nuestras «necesidades» básicas. Un movimiento que arranca en aquel año 1917 que implantó el comunismo pero que, paradójicamente, alcanzó su punto álgido justo cuando este se desplomó en 1989. Con la debacle del mundo que representaba el trabajo manual (la dictadura del proletariado) y el advenimiento de una globalización representada por el trabajo digital.

    Desde esa circunstancia, es posible leer la desmaterialización del arte como un espejo de la desindustrialización de la economía. Por eso el Arte Contemporáneo no se comprende sin las teorías de Arthur Danto, pero tampoco sin las de Francis Fukuyama. Sin entender que el arte después del fin del arte, tan aclamado por nuestra izquierda estética, solo pueda alcanzar su clímax en la historia después del fin de la historia, tan venerada por nuestra derecha económica.

    La entente entre esa economía y esa estética marcan las contradicciones culturales de un capitalismo al que ese arte, más que desmontar, se dedica a remontar. Unas veces en modo alternativo y otras en modo comercial, unas en modo social y otras en modo elitista, unas en modo Feria y otras en modo Bienal. Y siempre en modo avión, al vaivén de unas turbulencias financieras ante las que resulta imposible hacerle cosquillas a esa representación tan denostada por la vanguardia: ese «hablar por los otros» tan demagogo como confortable.

    De ahí el autoengaño —entre ignorante y cínico— de ufanarse por el inodoro ofrecido a Trump. De ahí que resulte intragable ese gesto como un desafío serio del arte ante el poder. Y de ahí que ese baño dorado de Cattelan sea, con respecto al urinario de Duchamp, lo que los zapatos de polvo de diamante de Andy Warhol con respecto a los zapatos de campesino de Van Gogh. Un ademán sin consecuencias, tal como lo vio la clásica interpretación de Fredric Jameson. En fin, el enésimo ready-made de una época donde lo importante no es el valor artístico que adquiere un objeto puesto en una galería sino, directamente, el valor económico que alcanza una vez plantado allí.

    Basta con imaginarlo instalado en el baño más poderoso del mundo, si hubiera tenido lugar ese viaje del Cubo Blanco a la Casa Blanca, para saber que no hubiera servido para nada. Ni para expandir la misión del arte ni para contraer la micción de Trump.

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    En el año 2005, Alexei Yurchak publicó un libro sobre los años finales del comunismo: Everything Was Forever Until it Was No More. The Last Soviet Generation (Todo era para siempre hasta que no lo fue más. La última generación soviética). Allí rastreó la vida cotidiana que acompañó la hecatombe del sistema socialista, un proceso que se fue desencadenando en medio de una calma extraña. En lo grande y en lo pequeño —en Chernóbil y en los chistes—, la gente corriente y la nomenklatura decidieron acercarse al precipicio con el convencimiento de que las cosas «no cambiarían jamás». Esa abulia compartida ante el abismo fue descrita por Yurchak con este término: hipernormalización.

    Casi veinte años después del fin de la URSS —Torres Gemelas mediante—, se vino abajo Lehman Brothers. Y, aunque el crack financiero también contravino la supuesta inmortalidad del capitalismo, unos días antes de su explosión todo parecía normal y la debacle fue asimilada por muchos como un catarro del sistema (no como una gangrena que infectaba sus cimientos más sólidos). Fue entonces que el cineasta y escritor británico Adam Curtis resucitó la definición de Yurchak, hasta el punto de usarla para titular su conocido documental sobre la crisis del capitalismo tardío: HyperNormalisation.

    Estamos, pues, ante un concepto que ha servido para explicar las crisis consecutivas de los dos sistemas antagónicos del siglo XX. Al contrario del gatopardismo, la sobada metáfora de Lampedusa —«que todo cambie para que todo siga igual»—, la hipernormalización de este antropólogo criado en Leningrado capta ese momento en que parece que nada se mueve mientras que, por debajo, todo se está transformando.

    Ante la Covid-19, vale la pena releer ese libro. En parte por el tratamiento inicial dado a un virus que se pretendió despachar como una gripe cualquiera. Y en parte porque la aspirina que se nos está recetando para la post-pandemia no es otra que la «vuelta a la normalidad». Sin que falte, en este reclamo, la sublimación de una vida anterior en la que parece que solo nos dedicábamos a trotar, llenar museos y pasear perros.

    Como si el virus hubiera interrumpido una existencia bucólica y no el encono de unos estallidos sociales lanzados contra todos los modelos que armaban el mundo. Justo antes de la pandemia, estábamos rondados por revueltas que renegaban del neoliberalismo normalizado por el FMI o los remanentes corruptos del sandinismo, del engranaje capitalcomunista chino o el de la Rusia post-soviética, del paradigma de la transición española y el patriarcado, del cambio climático y los Emiratos. La chispa del malestar podía encenderla una tarifa del metro o la desaparición del planeta, el encarcelamiento de un artista en La Habana o la muerte de alguien por abuso policial en una redada.

    Al final, más allá de sus profundas o leves diferencias, ¿en qué coincidían todos estos modelos que se contestaban? Pues en su combinación entre un capitalismo clientelar creciente y una democracia menguante. Junto a ello, el desbordamiento, por obsolescencia, de sus élites. Si en desplomes anteriores todavía se podía hablar de un pacto tácito (hipernormal, pero un poquito acelerado) entre poder y sociedad para no mirar de frente la inviabilidad de nuestros sistemas, esta crisis «pandémica» ya no puede disponer de unas élites que consigan marcar alguna pauta creíble a seguir.

    Debe ser por eso que la cultura sostiene su retorno traspasando a la sociedad la responsabilidad de la vida posterior al confinamiento. Sustituyendo el «Hágalo Usted Mismo» que marcaba su precariedad por el «Responsabilícese Usted Mismo» con el que apela a la complicidad del «aforo», la «audiencia» o el «público» a la hora de guardar las distancias. Todo esto no implica, exclusivamente, una mala lectura del flagelo actual, sino también del mundo que lo precedió y a cuya falsa normalidad se nos pide regresar.

    Como los soviéticos ante su quiebra, como el capitalismo ante su desastre financiero, como esos imperios que se desmoronan mientras se dejan llevar por la inercia ilusoria de que la vida, por siempre, va a seguir igual.

    ¿Igual a qué?

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    Esta misma pregunta intentaba responderse hace unos días (estamos en mayo de 2020) Daniel G. Andújar. Entre sus dudas, este pionero del net-art tenía la certeza de que volver a la situación anterior sería el peor de los remedios para la post-pandemia.

    Como la memoria de este mundillo es volátil, ahora nadie parece recordar que hace apenas unos meses, el Consejo Internacional de Museos (ICOM) se había reunido para cambiar, precisamente, la definición de la palabra «museo». ¿El motivo? Los sabios habían decretado caduco su significado de toda la vida. Aparte de algún chiste a costa de nuestros gurús del planeta arte, casi todo el mundo optó por mirar para otro lado y seguir en la inercia; encomendados a unos prescriptores dispuestos a salvar una crisis estructural con un retoque en el diccionario.

    Es alarmante que, luego de décadas insistiendo en el arte político (hiperprogramado en las principales instituciones, ferias y galerías de Arte Contemporáneo), ese mismo mundo haya demostrado tan poca capacidad de incidencia en la política artística. Sin la menor preocupación por recortar la distancia entre su grandilocuente retórica de lo público y el pequeño lugar que ocupan sus acciones concretas en la conciencia del público.

    ¿Qué hacer, entonces, ante el previsible desastre que se nos viene encima? De momento, se han sacado a pasear —¡otra vez!— los comodines conceptuales esgrimidos en crisis previas. La panacea del «proceso», el «conocimiento», la «acción social como una de las bellas artes», el «perfil pedagógico» de los museos…

    En el ahora remoto año 2008, cuando el crack financiero demolió miles de vidas y centenares de espacios artísticos, el «proceso» y el «cambio de paradigma» ya rechinaban como jokers teóricos en cualquier ámbito del arte. Lo que no faltó fue la catarata de exposiciones que rentabilizaron estéticamente la crisis, ni la capacidad de flotación de una élite avezada en conjugar el compromiso social con la ambición para fortalecer su carrera individual. Parecido a lo que ocurre ahora, dicho sea de paso.

    Lo que tienen en común los mesías crepusculares y las funerarias es que siempre se las arreglan para rentabilizar la muerte.

    Más allá del repertorio de eufemismos, aquello que nunca se ha desplomado, bajo ningún apocalipsis, es «el poder del display» (para citar la obra maestra de Mary Anne Staniszewski). Con ese protagonismo inamovible de la exposición, que ha dejado de comportarse como un capítulo del arte para convertir al arte en un capítulo de sí misma.

    Tampoco los medios de comunicación han ayudado demasiado. Empeñados en desplazar la crítica en favor de la noticia o midiendo el valor de las obras exclusivamente por aquello que describen. Martillando una y otra vez con reales o supuestos nuevos contenidos, pero subestimando las formas que deberían vehicularlos. O incentivando, en fin, un amaneramiento de la ideología igual que, en los tiempos del arte por el arte, se sublimó un amaneramiento del estilo.

    El caso es que no ha faltado sensacionalismo en la atención al arte —véase la persecución del escandalito de turno en cada edición de la feria de Arco en Madrid—, ni esa mezcla del like con las buenas causas que ha servido para afianzar la dimensión cuantitativa que ya define a este mundo: índices de audiencias, millones en una subasta, caza y captura de nuevos públicos, el tráfico de Internet como medida de todas las cosas…

    Con el clickbait, todo; contra el clickbait, nada.

    Y en esas estábamos cuando la Fundación Botín —que pertenece al Banco Santander, uno de los más poderosos del mundo— decidió apurar la reapertura de su espacio de exposiciones tras la pandemia. Entre otras sublimes razones, su director alegó que lo hacía porque el arte era «tan necesario como el papel higiénico».

    ¡Qué gran cierre para este camino cruzado por el urinario de Duchamp, la mierda de artista de Piero Manzoni, los cuadros abstractos que el mismo Warhol «pintó» con su orina, el Piss Christ de Andrés Serrano, el mojón de Ángel Delgado en El objeto esculturado que remató el arte cubano de los ochenta, ese retrete dorado de Cattelan que el Guggenheim le quiso encasquetar a Donald Trump!

    Todo un consuelo, además, para el lector de El Estornudo. Saber que la cola que está haciendo ahora mismo para limpiarse el culo con cierta decencia es puro performance. Un arte listo para entrar —y nunca mejor dicho— en los anales del museo futuro.

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    Iván de la Nuez
    Iván de la Nuez
    Ensayista e iconófago. Le gustan las teorías jíbaras y las novelas donde aparecen artistas. Duda entre pasarse al vodka o a la Baskerville Old Face.
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