Cazadores furtivos

    Un par de motos atraviesa la Carretera Central como chicharras mecánicas. Llegando al Punto de Control reducen la marcha ante unos policías con cara de moais mulatos. Los motociclistas visten ropa de campaña y uno de ellos carga, en una cajuela plástica, un pointer huesudo. El perro se asoma como olfateando el polvo que queda atrás, en la ciudad de Camagüey. No es difícil imaginar en qué andan.

    Vuelven a respirar. Las armas que llevan ocultas, por esta vez, no serán un problema. Muñequean; adelantan carretones tirados por caballos, ómnibus interprovinciales, antiguos camiones Ford, rumbo a un llano apartado que lleva por nombre Bidot.

    ***

    Luisito y su padre, Enrique, detienen las motos en un camino polvoso cercado de pasto alto. Enrique protesta y baja el pointer de la cajuela. Dice que se asusta, que no sirve este perro. Toby, cola inquieta, parece sofocado, o alegre, o suplicante. Se mete en un charco cercano y sale torpemente cuando oye el rugir de los motores.

    Enrique mira sobre su hombro mientras las canas se le despeinan, y susurra: «Pa que aprenda». Unos minutos después, Toby llega hasta él con ojos agradecidos. Enrique duda del cachorro. Desde los 20 años, cuando empezó a irse de caza con su padrino, sabe que sin perro es imposible dar con el rastro de las presas. Si el pointer no hace lo suyo habrá sido en vano la rueda hasta acá y el riesgo de cazar fuera de temporada.

    Caza en Camagüey / Foto: Yoe Suárez

    —A mí siempre me gustó la jodedera esta —dice Enrique y saluda a un guajiro que acostumbra a cuidarle las motos y permite que cacen en sus tierras. Bidot es una sucesión de fincas que parten el llano con alambradas, y a cuyos permisivos propietarios los une la amistad con los cazadores.

    Toby espanta unas gallinas y se mordisquea con uno de los seis perros del guajiro.

    —Bueno, mijo —advierte el hombre, mostrando una panza de globo— ya usté sabe aquí cómo está la mierda e vaca.

    Sobre la tierra labrada, rumbo al llano abierto, se nos pegan en las botas plastones de fango paralizante. Los carneros balan cerca de las pocas casuchas de tablas repartidas por la zona; las reses van, a veces, más lejos. Entre las hierbas altas y en las escasas arboledas gorjean palomas rabiches, guineos, torcazas, codornices. Blancos que, una vez en movimiento, prenden los ojos de Enrique.

    En las fiestas de balines ha llegado a derribar hasta 10 guineos, ave escurridiza donde las haya y cuya carne, dicen en los campos cubanos, es capaz de alzar la hemoglobina de los moribundos. Cuando la crisis económica de los noventa dejó a Cuba sin comida, Enrique se iba al monte casi todos los días. La familia asegura que los guineos con que retornaba a la ciudad salvaron a una prima recién operada de cáncer.

    Como en su juventud, va de caza en moto, aunque no es la misma de antes. Gracias a sus viajes a Estados Unidos para traer ropa y venderla, hoy monta una mejor.

    Ahora hace como con él hicieron: lleva a su hijo, Luisito, desde que cumplió la edad suficiente para empuñar la 20 de un solo cañón, cuyas partes monta diestro y silencioso. Lo ha convertido en uno de esos que, entre inscritos e ilegales, rastrean presas fuera y dentro de los amplios cotos de caza que controla la Empresa Nacional de Flora y Fauna. Uno de los mil 500 cazadores del territorio, según estimaciones de practicantes locales.

    Si bien la cifra es alta, los campos camagüeyanos no son los más prolíficos en este aspecto. Para ser la provincia más extensa del país (con mayor superficie rural), contaba apenas hasta 2016 con 13 cotos y áreas para la cinegética o caza deportiva. Solo supera a La Habana (con seis) y permanece muy lejos de las casi 100 demarcaciones aprobadas en Villa Clara.

    Luisito es solo uno. Pero, en cada cacería, está obligado a ser el dos. Debe ir siempre con Enrique. Aunque tiene 27, una esposa y una hija, siente lo mismo que de niño cuando iba de paseo con su padre.

    —Él es quien tiene licencia para portar armas —dice anhelando lo ajeno.

    ***

    El plomo borbotea dentro de la lata. Por el fondo agujereado el líquido hace un giño de sol antes de caer, hecho una gota espesa, sobre la mieldepulga, ese producto natural viscoso como melaza.

    —Si lo echo en agua el plomo pierde la forma esférica: se aplasta contra el fondo de la olla —explica el maestro de armas clandestino a sus poquísimos invitados.

    Un rato a temperatura ambiente y ya está el primer balín. Harán falta muchos más para la lluvia metálica que hará caer las aves.

    En otra parte del patio, alguien presiona un cilindro filoso contra una chancleta vieja, y saca piezas de goma del grosor de un junco. En los cartuchos vacíos, cada una será apretada hasta reducirla a un cuarto de su altura original. La acompañarán un poco de pólvora y los balines de plomo made in home.

    El Ministerio del Interior (Minint) es la institución certificada para expedir y controlar armas de fuego. La práctica de caza se rige por el Decreto-Ley No. 262 sobre armas y municiones.

    Las autoridades comenzaron prohibiendo toda compra de cartuchos que no fuera a través del Minint, pero hace años que no los producen. La pólvora proviene de un trasiego umbroso; a veces, incluso, jóvenes del Servicio Militar Activo hurtan balas de los campos de tiro. Luego estas acaban como insumo en talleres clandestinos, generalmente familiares, donde se siguen métodos de fabricación tan artesanales como efectivos.

    De modo que existe cierto laissez faire por parte del Minint, mediado quizá por estas dos realidades: los controles son fuertes y las armas de los cazadores no han apuntado jamás sus cañones hacia el poder.

    Quienes poseen armas acá son sobrevivientes, en su mayoría, de aquellos años 60 en que cada cubano se consideraba un soldado. Según la concepción promovida por Fidel Castro, las milicias alistaban a los civiles aptos militarmente en cada localidad, y solían organizar entrenamientos sistemáticos. Era común que el miliciano llevara su fusil a casa. Muchos conservaron esas armas.

    En los primeros seis meses de 1959, el gobierno revolucionario radió un llamado a quienes tuvieran alguna para que la presentaran ante la Policía. El anuncio aseguraba que solo las registrarían, bajo ningún concepto serían decomisadas. El caso de José Fernández es otro buen ejemplo de lo que ocurría en aquellos años. Policía militar del Batallón 1 de La Cabaña, llegó a una estación de la Avenida Zapata. Sacó del cinturón un revolver 38, luego también una Colt que lo acompañaba desde la Sierra Maestra, y a continuación se excusó: otro día podría registrar su descuidado fusil Springfield, y el Garant que, en casa, no recordaba dónde estaba guardado.

    ***

    Hay que callar en el llano. Dice Luisito que las aves nos oyen de aquí a allá, y señala a lo lejos.

    —Este perro es un pendejo —gruñe Enrique mientras Toby corre en círculos, empapado tras meterse en una charca medio seca adornada con vacas anémicas—. Hay que ir tirando con este hasta que otro aparezca.

    Caminan sobre una línea de tren ligeramente elevada. Desde ahí ven un bosquecillo.

    —Entre esos pitos de bambú están las palomas y los guineos.

    Andan un rato hasta llegar a una casucha de tablas y tejas de fibrocemento. Otro guajiro recibe a los cazadores. Conoce sus nombres. Dice no haber visto ningún bando de las aves que buscan los recién llegados. El hombre, sin camisa, cuenta que antes venían muchas por la zona.

    —Pero como la Pino 3 se secó… —sigue el guajiro, con un gesto de pena, refiriéndose a una presa cercana bebida por la sequía— Acá lo que hay es torcaza.

    Los cazadores dan las gracias. Se aproximan a unas matas cargadas de fruta.

    —Si no le tiramos a nada, al menos cazamos una jaba de guayabas —bromea Luisito.

    Sabe que esta no es la mejor época. Hacia finales de año, cuando abre la temporada, hay bandadas de palomas y yaguasas (una clase de pato) a pedir de boca. Ahora las codornices, por ejemplo, están empollando sus crías.

    Toby corre a todo lo que da, como en una competencia, para luego volver con Enrique, impasible, a igual velocidad. Van rumbo al bosque de bambúes, cuando Luisito se agacha:

    —¿Eso es una pluma?

    —¿Nueva o vieja? —se aproxima el padre.

    —Nueva.

    Alzan la vista y otean a la redonda. Un movimiento rompe la quietud del llano.

    —De ahí voló una codorniz —susurra Luisito. Luisito, en verdad, susurra para todo. Un tímido ulular lo pone aún más en guardia. Toby se ha calmado y parece otro perro. Siente el olor y se tensa en dirección a un marabuzal, como un dibujo animado. (Vaya correlación de quienes no sabemos nada: es más probable que el dibujo animado se tense como Toby).

    Al incorporarse, Enrique ordena entrar a su hijo, con una seña de manos. También le indica que si sale una codorniz del refugio no dispare. Si salen dos sí. Avanzan, cada quien por un flanco. Toby sigue a Luisito sigilosamente.

    Al rato se encuentran los tres, otra vez, afuera.

    —Solo estaban las crías, se oían, pi, pi, pi; y salió volando una grande. Por eso no le tiré.

    Enrique asiente. Hace días derribó un ejemplar ahí. No puede precisar si la hembra o el macho; lo que sabe es que no debe matar al otro progenitor, o los polluelos no llegarían vivos al invierno. Lo dice sosteniendo los dos cañones de su escopeta 12.

    —Sería criminal —agrega. Toby se acerca y le lame una mano.

    ***

    El pastor entona el cántico final con un resonar de maracas. Pide a la congregación que salude a quien tiene a su lado, y unas 20 personas se abrazan y besan a pesar del mediodía abrasador que atraviesa las tejas metálicas del templo.

    El pastor no está de ánimos hoy, y luego de atender unas pocas consultas, se va al fondo de la iglesita, en la periferia de la ciudad de Camagüey, para hablar con su esposa. Ahí ya no es más el pastor sino, simplemente, Luisito.

    Las investigaciones para entregarle la propiedad de las armas de su padre no acabaron como pensaba. El traspaso le fue denegado. Él, que no tiene antecedentes penales, ni discapacidad alguna, sabe que el paraguas se trabó en la entrevista con el presidente zonal de los CDR (Comités de Defensa de la Revolución).

    Sospecha que no dio su aprobación por razones tan diversas como la más llana envidia o la militancia religiosa. Y la licencia se fue a bolina.

    —¿Y por qué la deseas tanto?

    —Cuando mi padre va de viaje a La Florida tiene que entregar las escopetas, y si quiero irme a cazar no puedo.

    Luego me explica que también les exigen entregar las armas cuando alguna delegación extranjera o del gobierno cubano visita la ciudad, o en fechas de grandes movilizaciones como el 1 de mayo. Además, de acuerdo con la ley vigente, el Ministro del Interior puede suspender o cancelar de un plumazo «la vigencia de todas o parte de las licencias»; incluso, ordenar la recogida obligatoria de las armas.

    La esposa de Luisito, cambiando pañales, dispara socarrona desde el cuarto: que si vive metido en el monte, que si la deja sola con la niña. Le encanta halarle la lengua. Él devuelve el tiro con una sonrisa ladina. Que con ese deporte lleva comida a la casa y, lo más importante, que es una manera de desestresarse.

    Entre las especies concedidas por el calendario anual del Ministerio de Agricultura (Minag) cuentan también los patos de La Florida, cuchareta, pescuecilargo, cabezón y morisco. Poblaciones que invernan en Cuba para, a veces, terminar burbujeando en un caldo casero.

    En 1982 el Minag estableció una veda «permanente y general» para la fauna silvestre nacional. Su caza y captura solo están permitidas entre inicios de noviembre y finales de marzo.

    En esas fechas, el Servicio Estatal Forestal entrega la autorización para la práctica cinegética, previo trámite ante la Federación Cubana de Caza Deportiva. El permiso individual emitido en cada provincia es válido únicamente para ese territorio, excepto el que poseen los cazadores habaneros, efectivo para las áreas aprobadas en la capital, Pinar del Río, Mayabeque, Artemisa y Matanzas.

    Si creen que esto es discriminatorio, lean el siguiente párrafo.

    De acuerdo con la Gaceta Oficial, los días de caza autorizados para cubanos son los sábados, los domingos y los feriados comprendidos dentro de la temporada. De otro lado, para los extranjeros, «la actividad puede efectuarse todos los días del periodo habilitado».

    ***

    Luisito, hace posta ante una talanquera, de espaldas al bosque de bambúes. Los tallos gigantes se arquean hasta hacer una catedral ululante donde reposan las aves. Espera, espera, espera. Se cuelan golondrinas y otras aves que Luisito no siquiera mira, como un guardián benevolente.

    —Si le disparas a las torcazas que vengan, después no vuelven a aparecerse por aquí, ¿no?

    Las patas inquietas de Toby sobre el colchón de hojas espantan la caza. Con un regaño se calma.

    —Sí, y vuelven —contesta Luisito mirando la acuarela que ha formado la tarde—. Es donde viven.

    En un reflejo gatuno, quita el seguro. Apunta a unas ramas altas. Pólvora. El retroceso de la escopeta lo estremece ligeramente.

    Cae un peso muerto. Una torcaza.

    —Yo no me voy pa La Habana —dice— porque allá no puedo hacer esto.

    El perro cobra la pieza sin que se le ordene. La trae, mordisqueándola, como a una pelota. Hay que luchar un poco para que la entregue. Finalmente, Luisito la deja caer en el bolsillo bajo del pantalón militar. Qué ruda sensación la del cuerpecito caliente junto a la pierna a la altura de la rodilla. Los ojillos cerrados, unas gotas de sangre en las manos. Sangre muy clara.

    —¿Esto se come?

    —Si no, no le disparaba.

    Quizá una emoción lo exalta: la de matar. Disparar el cartucho; poner un punto final.

    El bambú, como un barco en alta mar, se mueve al compás del viento. Y la garganta de madera silba una trémula melodía. Viene tormenta. Hay que irse.

    Sobre la línea del tren, Luisito alcanza a su padre. Le muestra la presa; el cadáver contraído en su bolsillo. Sin latir, algo late en ella. Enrique porta un cuchillo de ranger en el cinturón. Junto al cuchillo, cuelga del pescuezo una codorniz. Apresuran el paso; ya llovizna y el cielo parece que va a caer.

    Detrás del guayabal, ya distante, un viejo borracho grita a los cazadores:

    —¡Váyanse! —y luego a la tormenta:— ¡Llévatelos, viento de agua!

    Toby deja de jadear y se paraliza. Los cazadores alzan los cañones y describen en silencio una línea imaginaria. Pólvora. Algo cae. El perro arranca. Enrique se apresura a seguirlo, y aterriza de un tropezón.

    —¡Cinco más cinco! —se encabrona.

    —¿Estás bien?— le pregunta el hijo mientras le tiende una mano para ayudarlo a incorporarse.

    —Lo que me duele es esto —y señala el fusil 12, lo revisa brevemente, antes de manotearse las rodillas embarradas de tierra.

    Cuando Toby regresa los cazadores ponen serias las voces. Es una paloma, pero mensajera. Luisito procede a desplumarla velozmente mirando para todos lados, por si salta el dueño a reclamar.

    —Ya me extrañaba a mí que se hubiera dado tan fácil.

    La risotada del borracho llega hasta ellos. Sigue rogando a la tormenta que nunca más regresen.

    Video de cortesía de Diario de Cuba
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    4 COMENTARIOS

    1. Me rompió el corazón la parte en la que habla de las codornices y de que había matado al padre. Pero aún así es un tío de corazón, ver cómo respeta a la hembra para la supervivencia de los polluelos.
      A veces soy muy sentimental .

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