Cementerios

    La lluvia amarga del otoño cae sobre el cementerio en la colina de Harrow. La tarde se desvanece. Qué soledad tenaz la de los muertos cuando cae la noche, y las puertas de la iglesia de Saint Mary se cierran, después del último servicio, y el párroco baja el camino oscuro de la colina. Los muertos solos con la lluvia fría, que empapa la hierba y se cuela por laberintos de insectos hasta llegar a los huesos, que se estremecen de frío y de aburrimiento. Yo también siento frío y tedio en los huesos, un tedio de muertos muy viejos. Pero yo no estoy muerto.Si lo estuviera, no me importaría que me enterraran en esta colina de Harrow, asolada por un otoño atroz, pero que cuando llegue la primavera se volverá suave y amable. La brisa nueva de la primavera subirá por el camino de la colina, y correrá entre las lápidas y los árboles, desgajará de las ramas una lluvia de florecillas rosadas, una lluvia interminable, fina y silenciosa como la del otoño, que se regará sobre las tumbas de nombres borrosos y sobre el césped mullido como un almohadón. Al final de la tarde, la última luz de sol entrará por el arco entre los árboles de la falda de la colina, y se extenderá sobre el cementerio. Parejas de enamorados pasarán, y para decir algo, dirán algunas simplezas sobre la muerte y sobre dónde les gustaría ser enterrados, y se detendrán a mirar con curiosidad las tumbas de alguna familia conocida, o tal vez otra rareza fúnebre, colocada junto al camino. Las otras tumbas, alejadas del camino, o hundidas entre los matorrales, sólo recibirán, en la noche abierta, la visita larga de la luna llena.

    En el cementerio de Highgate, al final de un largo camino lánguido, en una esquina de poco destaque, está la tumba de Marx, el hombre de más honda influencia en la historia, después de aquel cuya tumba está vacía. Cuesta dos libras esterlinas, unos tres dólares, la entrada al cementerio, la comprobación de que Marx es polvo, tierra húmeda, hojarasca, niebla de otoño. La tumba es modesta y parca. Un bloque de granito, separado negligentemente del camino por una rejilla. En el tope, una cabeza de Marx, un tanto achatada, con expresión extrañamente pacífica y familiar, nada que le pueda quitar el sueño al capitalismo. Junto con Marx están enterrados algunos de sus familiares, Jenny von Westphalen, una hija, un yerno, un nieto muerto cruelmente en edad muy temprana. Hay una frase famosa inscrita en la piedra, la única referencia a los oficios de Marx: «Los filósofos han interpretado el mundo de varias maneras, sin embargo, de lo que se trata es de transformarlo». Pero el dato del niño muerto desbarata el pomposo idealismo de la frase, le quita a la tumba la condición de reliquia mundial de la revolución, junto a la cual pidieron ser enterrados luchadores y políticos comunistas de muchos países distantes. Qué raras ilusiones pueden haber hecho que esos hombres y mujeres prefirieran ser enterrados en este brumoso cementerio de una ciudad extranjera, junto al vago recuerdo de un hombre ya convertido en silencio, en lugar de ser enterrados en sus modestos cementerios patrióticos, en ciudades soleadas, con olor a mar y a flores vivas, junto a antiguos conocidos, nombres y epitafios escritos en la lengua materna. El azar es veladamente irónico. Un niño muerto a los cinco años es una tragedia humana inexplicable e irremediable por ningún erudito filósofo. Frente a la tumba de Marx, otra ironía, está la de Herbert Spencer. El muro de granito está sucio, manchado de humedad. Una capucha de polvo cubre la cabeza de Marx, y hay telas de araña tendidas entre los cabellos. No hay inscripciones en el granito, ningún visitante ha dejado pruebas de admiración o curiosidad. Es asombroso que esta tumba, entre todas las tumbas del mundo, no haya sido rayada por ninguna desbordada declaración. Pero alguien sí estuvo aquí, hace muchos días, bebiendo, dejó un vaso de cristal, un vaso nuevo, muy elegante, colocado cuidadosamente junto al muro. Con los días, el vaso se ha llenado de polvo, de minúsculas hojitas secas, de un vano misterio.

    En Père Lachaise los turistas recorren incansablemente el laberinto del cemente-rio, siguiendo los caprichosos itinerarios de su lealtad y su curiosidad. Los grupos políticos avanzan en caravana hacia los monumentos de su obsesión. En la tumba de Wilde, el muro está cubierto de besos, besos de hombres y mujeres con los labios pintados de carmín encendido. Muchos oscuros visitantes han apilado piedrecillas junto a la tumba. Alguien ha escrito, en inglés: «The Man». La tumba de Proust, en cambio, una lápida de granito pulido, está solitaria, no ha recibido homenajes visibles. Los visitantes de edad pasan junto a la tumba de Yves Montand y Simone Signoret, nombres de corta fama, que no significan nada para los jóvenes. Junto a la tumba de Jim Morrison, los muchachos han dejado velas encendidas, cartas de amor, cigarrillos ebrios, unas gafas oscuras, inhaladores de humos mágicos. Alguien ha puesto, recostada a la lápida, una larga flor azul, con un mensaje: «Break on through». Pero Jim no puede abrirse paso a través de la corteza dura del mito de su muerte. En la tumba de Isadora Duncan, un nicho modestísimo, un admirador pegó con cinta adhesiva una flor de papel. Un chico escribió, con lápiz apresurado: «Anoche soñé que bailaba con Isadora Duncan». Y otra: «Yo soy Isadora Duncan, reencarnada». No puedo encontrar la tumba de María Callas. Debe ser un nicho, de acuerdo con los mapas. Reviso los nombres de los nichos, nombres que no me importan, que no tienen ningún valor para mí, personas cuya muerte no me conmueve, muertes que son parte del concepto general, abstracto y vacío de la muerte, esa equivocación, esa palabra que siempre que se pronuncia, en cualquier circunstancia, es inexacta. Una familia francesa me ayuda a buscar la tumba, pero de acuerdo con los mapas, debe estar donde no está, debajo de un cantero de flores. No importa. Después de todo, la ubicación de las tumbas de los hombres y mujeres públicos debería ser secreta. O deberían ser enterrados bajo un seudónimo que sólo conocieran los familiares. Junto a la tumba de Balzac, un turista japonés se ofrece para tomarme una foto. Lo rechazo, horrorizado. Salgo a París, una ciudad buena para morir, pero no para ser enterrado.

    En el cementerio de Colón, inicio de un año raro, un año que no irá a la historia por nada particular, un año como 1329 u 863, que no fueron memorables. Qué raro vivir en un año que se sabe que no será memorable, es como estar dentro de una tumba, nada de lo que pasa alrededor importa, nada puede cambiar los fundamentos de la fatalidad. Un entierro en el cementerio de Colón, entierro pobre, de pocos dolientes, de pocas flores. En la capilla del cementerio, un sacerdote recita apresuradamente una letanía piadosa, una oración rutinaria, siempre, eternamente, igual (¿pero la muerte no es siempre igual? ¿qué importa que la oración sea la misma y que el sacerdote pida gracia con las mismas palabras para todos los muertos que le llevan y cuyos nombres, leídos una vez, no podría recordar esa misma noche?). El sol arrasa las tumbas de La Habana. Yo siempre he pensado que el cementerio de Colón es un buen lugar para ser enterrado, un sitio con sol, porque el sol, no la noche ni la lluvia, es el estado natural que más se parece a la muerte, ambos son positivos en una dicotomía, la luz contra la oscuridad, la certeza contra la incertidumbre, la paz contra la nada que es la vida. También pensaba que el cementerio era la única historia nacional bien escrita, la historia como debe ser, como totalidad, y piadosamente. Pero ya no lo creo. Al cementerio le faltan demasiadas tumbas. La caravana de autos, dos taxis destartalados, hacen la ruta hasta el sitio del enterramiento. Una tumba sin ángeles, sin cruz, sin canteros de flores, sin inscripciones, una de esas tumbas del cementerio nuevo, para pobres, tumbas de tránsito hasta el día de la exhumación. Los sepultureros se ponen apresuradamente la camisa, esconden un poco la basura regada, flores secas de otros entierros, papeles, bolsas plásticas vacías, hojarasca. Nadie despide el duelo, no hay discursos, no hay palabras amables, sólo la tristeza de la muerte, que es siempre un poco vulgar, por más que sea sincera. Afuera, La Habana, una ciudad que comprende la muerte mucho mejor de lo que parece, porque es el cementerio de sí misma.

    Tantos cementerios. Santa Ifigenia, que es un cementerio lleno, no cabe ni un muerto glorioso más. El de los papas en el Vaticano, que es muy extraño, no hay ni un rastro de muerte (afecto humano, amor, dolor, admiración real). Uno juraría que las tumbas están todas vacías. Berlín, las cruces en plena calle de Berlín, los fugitivos asesinados por la espalda cuando trataban de saltar el muro. El Panteón en Roma, la tumba de Rafael, opacada por la de Víctor Manuel. El cementerio de Matanzas, donde yo desesperé buscando la tumba de Luz Noriega, una mujer de la que estaba profundamente enamorado y que se había muerto un siglo antes. La abadía de Westminster, donde cada losa del suelo es una tumba, y cada pedazo de pared. El rey es coronado en esta corte de los muertos, en un cementerio, son los muertos su pueblo. Es muy democrático que el rey jure frente a los muertos, es de verdad el único juramento democrático en que se puede creer. Los cementerios son las únicas ciudades reales que he encontrado. Todas las otras son fantasías, pomposas ilusiones, recubrimientos y máscaras, persistentes ficciones. Creo que viajo de cementerio en cementerio, no de ciudad en ciudad, y después de todo, mi viaje, como el de todos, termina en un cementerio que podría ser alguno que todavía no conozco, en una ciudad en la que moriré por accidente, o en algún pueblo a donde me vaya a morir con un poco de privacidad. Pero bien podría ser el mar, o el aire, o la tierra abierta, que son cementerios anónimos, sin tumbas marcadas, pero cementerios al fin y al cabo. Vivimos en cementerios, comemos y dormimos en cementerios, y si es por eso, puede ser que después de todo sí seamos muertos. En alguna parte, puede haber una tumba con nuestro nombre, seguro que la hay. Yo encontré la mía en Stratford upon Avon, en el camposanto de la iglesia de la Santa Trinidad, donde está enterrado Shakespeare. Era la tumba de Orlando John Mills, muerto el 12 de agosto de 1881, a la edad de 36 años. Es la misma tumba de su hijo menor, Roland Horace, muerto el 8 de julio de 1884, a los 3 años y cinco meses de edad. Padre e hijo sólo vivieron juntos unos pocos meses. Es poco, pero cualquier otra cantidad de tiempo sería igualmente pequeña. Yo me estremecí. Si se cumple la profecía, me quedan seis años de muerte. Después empezará lo más importante.

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    Juan Orlando Pérez
    Juan Orlando Pérez
    Es, tercamente, el que ha sido, y no, por negligencia o pereza, otros hombres, ninguno de los cuales hubiera sido tampoco particularmente estimado por el público. Nació, inapropiadamente, en el Sagrado Corazón de La Habana. A pesar de la insistencia de su padre, nunca aprendió a jugar pelota. Su madre decidió por él lo que iba a ser cuando le compró, con casi todo el salario, El Corsario Negro. Él comprendió, resignadamente, lo que no iba a llegar a ser, cuando leyó El Siglo de las Luces. Estudió y enseñó periodismo en la Universidad de La Habana. Creyó él mismo ser periodista en Cuba durante varios años hasta que le hicieron ver su error. Fue a parar a Londres, en vez de al fondo del mar. Tiene un título de doctor por la Universidad de Westminster, que no encuentra en ninguna parte, si alguien lo encuentra que le avise. Tiene, y eso sí lo puede probar, un pasaporte británico, aunque no el acento ni las buenas maneras. La Universidad de Roehampton ha pagado puntualmente su salario por casi una década. Sus alumnos ahora se llaman Sarah, Jack, Ingrid y Mohammed, no Jorge Luis, Yohandy y Liset, como antes, pero salvo ese detalle, son iguales, la inocencia, la galante generosidad y la mala ortografía de los jóvenes son universales. Ahora solo escribe a regañadientes, a empujones, como en esta columna. La caída del título es la suya, no le ha llegado noticia de que haya caído o vaya pronto a caer nada más.
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