Garífunas: contra la propia extinción

    Una manera particular de hacer el duelo. César se sentó en el bar al atardecer y se levantará pasada la medianoche, cuando la mesa esté cubierta de botellas de cerveza vacías. Empezado el sábado se enteró de la muerte de su tía en un pueblo lejano a Triunfo de la Cruz. Lo entristece no haber podido despedirse y lo explicita en el desánimo de su rostro. Mientras envuelve la botella de menos de medio litro entre sus dos manos enormes dejándole descubierto solo el pico, habla para distraerse. De fútbol, de música, de pesca, de la fiesta de una radio comunitaria que en unos días va a haber en Sambo Creek. Y de trabajo.

    —En la ciudad un día sin chamba es para suicidarse.

    Dice César y se ufana de su estilo de vida. Explica, con el tono de quien dice algo novedoso, que mientras haya mar siempre va a haber algo para sacar y comer. Triunfo de la Cruz, con alrededor de diez mil habitantes, es uno de los pueblos más grandes de la costa Caribe de Honduras poblada por los garífunas, la comunidad negra que habita el país desde fines de siglo XVIII. Está en el departamento de Atlántida, en forma de bahía. Y el pueblo parece vivir como dice César. La tierra de sus calles nunca se levanta: hay más bicicletas que autos y un embotellamiento es cosa de otro mundo. En el frente de muchas casas hay enredaderas abundantes con flores de color fantasía que son de verdad. Hay una calle principal que permite recorrer el pueblo en pocos minutos caminando. Desde cualquier punto se escuchan las olas del mar rompiendo en la orilla. Está todo tan cerca del mar.

    —Ahora el sistema no necesita cadenas para esclavizarte.

    César aplasta su enorme porte en la silla de plástico enterrada en el suelo de arena del bar. Bebe y reflexiona. Para él, vivir en una ciudad grande es una forma de esclavitud en sí misma. Más allá de las comodidades. Y qué comodidades pienso yo después de dormir unas noches en un colchón inflable que amanece desinflado, no porque en Triunfo de la Cruz no haya camas sino porque donde estoy durmiendo no hay cama. Vivir en la ciudad es una forma de esclavitud en sí misma, repite César.

    Toda esta nostalgia, profundizada por la cerveza, es parte de ese ritual garífuna o lo que queda de él que despide a los muertos con fiesta. Aunque la fiesta se redujo a César tomándose una cerveza atrás de otra y a otra de sus tías en una mesa con sus amigas. Ella alterna sus lamentos sin lágrimas con traguitos de gifiti, una infusión de aguardiente con varias hierbas y raíces conocida popularmente por sus cualidades curativas. Dispara frases calamitosas del estilo «qué me queda en este mundo, se murieron todos, llévame dios que no aguanto más», hasta que la despabila la gracia de sus amigas, tres negras altas y robustas como ella. Gritan, cantan, bailan, hacen fulbito para la tribuna. Suena un tambor acompañado por un canto en idioma garífuna. Hay risas ruidosas. No hay muerte insuperable.

    Que el garífuna no necesita nada más que el mar para vivir es una certeza que se vuelve relativa cuando hay alerta roja. Ahora, temporada de lluvia, los pronósticos de internet avisan que se vienen más tormentas. El calor tremendo, deshidratante, amaina en segundos cuando las nubes negras tapan al sol y la brisa que viene del mar recorre los pasillos del pueblo.

    La alerta roja pone en riesgo la utopía de César porque nadie puede sacar nada de ese mar enloquecido que en unos pocos días de lluvia devolvió la porquería del ser humano a sus arenas. Una suerte de malestar estomacal marítimo. Vomitó: arrimó a la orilla plásticos en forma de bolsas, botellas, sandalias, cabezas de muñecos. Devolvió pedazos de lanchas podridas, latas de gaseosas, cocos en mal estado y mucha pero mucha madera de árboles que ahora los comuneros aprovechan para cortar con sus hachas y usarlas como leña. El mar está oscuro. Es todo tan distinto a cuando las aguas están tranquilas y la playa es zona de pescadores que manipulan sus redes o vacían sus botes llenos de pescados. El mar se revoluciona en la tormenta, y la imposibilidad de meterse en lo profundo a pescar y buscar la comida se vuelve un problema para vendedores y para quienes pescan por consumo propio.

    Tribu de garífunas / Foto: Martín Stoianovich
    Tribu de garífunas / Foto: Martín Stoianovich

    La segunda de las noches en el pueblo la alerta roja nos agarró desprevenidos. Con Akon, un amigo de César, solo alcanzamos a refugiarnos bajo un techo de chapa de una tienda. Teníamos sed, la cerveza estaba fría, todo cerraba. Akon invitó la primera ronda. Sacó su teléfono móvil, me mostró su perfil de Facebook y confesó que tenía internet de buena calidad porque había logrado jaquear las contraseñas de los pocos vecinos con WIFI. Así, cada noche descarga un capítulo de Dragon Ball.

    —Los jóvenes quieren migrar porque ven en Facebook fotos de otros lugares, pero eso es fake, eso no es posible para los que migran. A ellos les esperan otras cosas —dice Akon, 27 años, bigote joven, rastas atadas y remera de los Chicago Bulls.

    El 7 de agosto de 2016 Magda Meléndez, una garífuna de 18 años, se subió al tren de carga La Bestia en el que miles de latinoamericanos buscan avanzar en su camino de migración a Estados Unidos. Buscaba algo mejor e iba con su hija en brazos. Quizás imaginó volver un tiempo después, solo para buscar a los familiares que se quedaban y llevarlos con ella a la tierra soñada. Pero Magda cayó del techo del tren y la maquina la partió al medio. Su cadáver quedó durante días en la morgue de Nuevo Laredo, México, a kilómetros del Río Bravo y de cualquier rincón yanqui en el cual se iba a sentir con esperanzas al menos por un tiempo. Al menos, como dice Akon, hasta descubrir el fake del american dream. El cadáver llegó después de veintiséis días y de recorridos por tierra los más de 2800 kilómetros que separan a Nuevo Laredo de La Ceiba, la localidad en la que se encuentra la comunidad Corozal, en la que vivía Magda. Nunca se supo cuál de los rumores en torno a los motivos de la muerte de Magda es cierto: si la tiraron del tren o si se cayó al quedarse dormida.

    Ese es el peor de los destinos que le puede quedar a un migrante. Cuenta Akon que muchos son deportados apenas llegan a Guatemala, que otros se quedan en el camino, como su propio hermano en Veracruz, México. Akon ahora hace las veces de tío y de padre de una niña de cuatro años que de tanto preguntar ya sabe que su papá está lejos buscando una oportunidad y que por eso no lo ve. Sabe, también, que la señora a la que le dice mamá en realidad es su abuela.

    Otros migrantes se van por contratos de trabajos que duran seis, ocho meses, como mucho un año. Y vuelven a sus pueblos, descreídos de todo. Resentidos con la tierra soñada, ya devenida en expulsiva. Rencorosos, además. Sin ganas de ser garífunas.

    No hablés ese idioma que es de cangrejo le dijo a Akon un conocido que se empeña en aprender el inglés.

    Pero Akon insiste en perfeccionar la lengua originaria. En el pueblo quedan personas que usan primero el garífuna y después el castellano. Él quiere ser uno de ellos, y evitar la extinción de su cultura, declarada en 2001 por la UNESCO como Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad.

    Tribu de garífunas / Foto: Martín Stoianovich
    Tribu de garífunas / Foto: Martín Stoianovich

    ***

    Qué hace que una persona que vive en un pueblo que tiene de patio un mar y de jardín un suelo fértil y desocupado se quiera ir. Un poco, dice Akon, es por ese american dream que venden las redes sociales, esa ropa con estilo que se ve en los programas de televisión y en los videos de reggaetón de los centroamericanos vestidos como Snoop Dogg. Otro poco es porque la belleza de la costa hondureña, lo único que queda, contrasta con todas las carencias y vacíos que padece el garífuna en su vida diaria.

    En la escuela del pueblo, por ejemplo, la programación curricular de la primaria y la secundaria no promueve la cultura ancestral. Es un tema que preocupa a los adultos que se niegan a negarse garífunas y afrodescendientes. Así, sin insistir en la lengua originaria, sin contar la historia de los primeros negros en Honduras, sin buscar que las nuevas generaciones se referencien como pueblo indígena con todo lo que eso acarrea, es que los garífunas se enajenan desde pequeños.

    De adultos tienen oportunidades casi nulas en la educación universitaria o en un empleo formal en alguna ciudad grande, en el deseo de ser artista, o lo que sea que implique salir de sus pueblos. Cada tanto es noticia el garífuna científico, deportista o cantante. No es noticia que los pueblos garífunas tengan algunos pocos dispensarios de salud y que a las urgencias haya que superarlas con plegarias hasta llegar al hospital más cercano, muchas veces a varios kilómetros de distancia. César le busca un sentido a esta situación y lo encuentra en un panorama general de Honduras.

    No he visto un país tan jodido como este. Vas a San Pedro Sula y en el transporte público se suben 100 vendedores ambulantes porque no tienen trabajo. Después se suben 150 personas a pedir, porque tampoco tienen trabajo.

    Honduras se sumerge en una pobreza durísima. Miles de hondureños de distintas etnias emprenden caravanas a pie para migrar con destino a Estados Unidos. Y últimos en la fila de las oportunidades están los negros. Que sea noticia una persona de determinada comunidad o etnia minoritaria que hace algo que miles de otras personas hacen habitualmente, es un síntoma. ¿De qué? Probablemente del racismo: no es noticia cada blanco heterosexual que se recibe de médico o que diserta en algún foro de alguna universidad. El garífuna destacado es novedad, su vida es una hazaña.

    El racismo ya no es como antes que caminabas por la ciudad y te gritaban negro, hueles a pescado, o a pan de coco, o a aceite de coco.

    Ahora, dice César, el racismo, salvando excepciones, ya no es verbal.

    Pero en el tema oportunidad lo vivimos a diario. De Honduras se habla como un país pluricultural, con nueve etnias. Pero si vas a las grandes ciudades de este país no te vas a dar cuenta dónde están esas nueve etnias. En un aeropuerto si buscas a un garífuna trabajando o alguien de otra etnia no lo vas a hallar, tampoco en la aduana, ni en las empresas, ni en los bancos. Siempre nos quedamos en nuestras comunidades.

    Tribu de garífunas / Foto: Martín Stoianovich
    Tribu de garífunas / Foto: Martín Stoianovich

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    Los vientos soplan realmente fuerte en tiempos de alerta roja. Son devastadores y es por ese motivo que la comunidad fue adoptando nuevas formas de construcción. Ahora las viviendas de troncos, paja, caña brava y manaca se ven solo en la playa, adaptadas a puestos de venta de comidas y bebidas. Hace algunas décadas, cuando ni siquiera había energía eléctrica en el pueblo, las viviendas eran todas así. Cuando un temporal tumbaba una, el pueblo se disponía a volver a levantar la casa del vecino afectado.

    Para César la forma de construcción con ladrillo es uno de los aspectos buenos que el garífuna importó cuando empezó a emigrar y a volver. Aunque delata su melancolía triste cuando habla de un sentido comunitario del pueblo que de a poco se fue perdiendo. Quedan cada vez menos de esos pescadores que se adentraban en el mar y volvían con bolsones de pescados para abastecer a su familia y sus vecinos. Ahora todo tiene un precio: o se le paga al pescador o se va aprendiendo el abecé de la pesca para subir al bote y partir mar adentro.

    Todo eso se ha perdido. Antes unidos trabajábamos la tierra, se buscaba una parcela, se pedía a los amigos y parientes para que ayudaran a trabajar y cuando necesitaba el otro también usábamos trabajo colectivo.

    Las migraciones traen consigo otras formas de pensar la vida. Ahora es difícil ver viviendas que no estén cercadas. Hay cosas ajenas al paisaje: publicidades de Pepsi, cadenas de hoteles y restaurantes Inn que priorizan el inglés, en las afueras los monocultivos de palma africana. Y las casas cercadas. Mansiones con murallas. Con perros que ladran y largan babas. Con cámaras de vigilancia apuntando a la calle. Propiedades protegidas contra los garífunas.

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    Tribu de garífunas / Foto: Martín Stoianovich
    Tribu de garífunas / Foto: Martín Stoianovich

    En Triunfo de la Cruz el coco es imprescindible. Sirve para todos y para todo: aceite de cocina, vinagre, cuerdas para sus botes o abonos para la tierra. Con las maderas de las palmeras construyen y con sus hojas hacen techos. También lo usan para cocinar y para hacer cremas o jabones. El coco sirve para todos y para todo. Incluso para los no garífunas en Triunfo de la Cruz. El coco sirve, hace un tiempo, para Coco Tours o para Coco Cabañas. El coco, entonces, viene a servir también para el turismo.

    El Caribeann Coral Inn Hotel es una cadena de hoteles, con tres sucursales en el pueblo, que vuelve innecesario lo que para el turista podría ser un safari. Nadie que esté interesado solo en aguas claras, playas blancas, bebidas frías, una habitación con aire acondicionado, wifi y televisión, sentirá la necesidad de caminar por las calles a veces tristes del pueblo. Si el turista quiere sentir proximidad al garífuna puede ver alguno cantando o bailando cuando el hotel los contrata para un show.

    Es maravilloso ver a los garífunas bailando el punta, su destreza típica. César toca la percusión y niños de nueve, diez, once, bailan durante minutos sin parar. Descalzos, sobre la arena. Sonriendo, en transe. Alguna otra noche bailan las mujeres. Brillantes, hermosas. Revolean, irreverentes. Invitan, pícaras. El punta es un baile que nadie quiere perderse.

    Dice Geovany Bernárdez, miembro de la Coordinación General de la Organización Fraternal Negra Hondureña Ofraneh que el turismo no es el problema. Sí lo es la invasión extranjera del turismo empresa. Porque viene aparejada de discriminación, de exclusión del garífuna en su propia tierra.

    Queremos un turismo en el que nosotros podamos promocionar lo que somos y no que otros hagan dinero con nosotros.

    Dice Geovany, negro, casi calvo, bigote superfino. Ya quisieran vivir de la pesca y el cultivo toda la vida. Pero el sistema ya está adentro. Hay que adaptarse, entonces, de la forma menos dolorosa. Y evitar, así, las formas más agresivas en que se mete. El sistema.

    Deben consultarnos qué turismo queremos. Tenemos la capacidad, tenemos la cultura.

    Geovany apela al Convenio 169 sobre pueblos indígenas y tribales de la Organización Internacional del Trabajo. Firmado en 1989, procura, entre otras cosas, la participación activa de los pueblos en programas de desarrollo nacional que los afecten directamente. Veintinueve años de Convenio y lo que menos se ve en estos pueblos indígenas y afrodescendientes son programas de desarrollo nacional que involucren la participación de las comunidades. Todo lo contrario. Entonces Ofraneh se aferra al Convenio como una de las únicas herramientas que tiene para resistir al avance de las empresas extranjeras que ya no son solo hoteles que no dan trabajo a la comunidad. También quitan la tierra y degradan el ambiente.

    Es una cuestión de Estado. El Partido Nacional dio lugar a una serie de medidas para las inversiones extranjeras. En el año 2013 se creó la ley que impulsa en todo el país a las ZEDE, Zonas de Empleo y Desarrollo Económico: las llamadas ciudades modelos. Así hizo campaña Juan Orlando Hernández para su reelección en 2017, prometiendo la llegada de capitales extranjeros como horizonte de un pronto bienestar.

    Son muchas las comunidades garífunas que padecen las consecuencias de semejante avanzada. Santa Fe, Sambo Creek, Trujillo, además de Triunfo de la Cruz, son pueblos que ya no tienen en común solo lo que la cultura garífuna promueve, sino que ahora lidian con la repentina llegada de empresas extranjeras. Además de las cadenas hoteleras, otro problema es el monocultivo de la palma africana, que ya tiene más de tres décadas de ejercicio en Honduras pero que afecta principalmente a los pueblos garífunas. Según Ofraneh en todo el país hay más de 125 mil hectáreas de tierra fértil utilizada para la palma africana y el 75 por ciento de las mismas están rodeando los pueblos garífunas. Además del desalojo de las comunidades para garantizar el cultivo, la práctica deteriora la tierra y con el tiempo la vuelve inutilizable, se desvían ríos para garantizar el cultivo y se desabastece de agua a las comunidades. Se pierden enormes suelos fértiles para cultivar frijoles, arroz y maíz, los alimentos base del garífuna.

    En Triunfo de la Cruz, en 2015, Ofraneh logró un fallo a favor de parte de la Corte Interamericana de Derechos Humanos: el Estado hondureño deberá otorgar a la comunidad el título de propiedad colectiva sobre determinada área solicitada por los vecinos. La intervención de la CIDH generó algunos buenos cambios. Se han parado las ventas ilegales de tierras y, sobre todo, en la comunidad se consolidó la confianza entre quienes encabezaban el reclamo y quienes dudaban de su legitimidad.

    Estos conflictos pusieron en marcha a un pueblo garífuna organizado. Con la fuerza de su herencia: los más románticos alimentan el mito de que hace cuatrocientos años, cuando venían de a cientos desde África, probablemente rumbo a Brasil como esclavos, se revelaron y desviaron el rumbo de los barcos. Así llegaron a la isla San Vicente donde fueron recibidos por el pueblo arawako. De ellos adoptaron su lengua actual y otras bases de la cultura. Hasta que fueron expulsados por los británicos y llegaron a la costa del Caribe. Desde entonces la resistencia es algo que al garífuna le gusta encontrar en sus genes.

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    Martín Stoianovich
    Martín Stoianovich
    Nació en 1990 en San Nicolás de los Arroyos, Argentina. Vive desde 2008 en la ciudad de Rosario, donde se licenció en Periodismo. Durante un lustro colaboró con el diario ‘Rosario 12’, edición local de ‘Página 12’. Fue miembro del colectivo Raíz, que entre 2016 y 2017 produjo crónicas, documentales y ensayos fotográficos. Desde 2014 forma parte del proyecto autogestivo Boletín Enredando. En 2019 comenzó a trabajar en un proyecto con beca del Fondo Nacional de las Artes de su país. También ha publicado en ‘Revista THC’ y en ‘Anfibia’.
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