Kandy, el chico dulce que quiere ser de oro

    Desparramado sobre el sofá del estudio de DJ Meko, Kandy prende unos de sus cigarrillos Dunhill. El humo invade la habitación estrecha, herméticamente cerrada, y casi nada puede verse a dos pasos, ni siquiera el trozo de cartón donde se leía «Prohibido Fumar». Kandy, moreno, delgado, lampiño, una excéntrica tusa roja y azul por corte de cabello, un rostro demasiado infantil para un joven de 20 años, parece sonreír en el ambiente tóxico y gris que lo rodea.

    –Tengo una corazonada. Hoy haremos el tema que me llevará a la fama –dice confiado, como si no hubiera dudas al respecto o como si nunca antes hubiese dicho esto con la misma seguridad con que lo dice ahora, antes de comenzar una grabación.

    A su lado está Meko: 29 años, negro, alto, un estilizado candado alrededor de la boca, una figura impresionante si no fuera por la expresión tierna y casi paternal de sus ojos cansados. Hace unos meses Kandy decidió confiarle su carrera musical a Meko, uno de los Djs más solicitados por los reguetoneros del país y responsable del acompañamiento musical de algunos temas célebres del género. Desde entonces ambos trabajan en la producción de una suerte de disco que jamás se comercializará y que a Kandy le cuesta unos 30 CUC por canción. A él no le importa. Es, dice, una inversión muy a largo plazo.

    Hoy Kandy no lleva encima los abrigos ni las playeras de marcas caras que usa en sus videos. Vestido así, con la informalidad de un short gastado y un pullover ancho, hay solo unas pocas diferencias entre este Kandy y el de hace seis años atrás, cuando decidió grabar su primera canción: unas escasas libras de más, un sinnúmero de tatuajes cubriendo sus extremidades y, sobre todo, que antes nadie lo conocía por Kandy, «el chamaquito de oro», sino por Liván.

    Liván Marín Acosta grabó su primer tema una noche, pocos días después de haber empezado sus estudios en un preuniversitario de La Habana y luego de vivir tres años en Panamá. Antes, casi hasta los 12, vivió en la barriada de Lawton, pero de esa etapa de su vida poco o nada puede hablar, solo que tuvo un padre ausente, ex convicto, a quien en los últimos tiempos ha decidido estimar como «a un conocido».

    Esa noche, la de la primera grabación, estuvo pensando mucho en sus días en Panamá. Allá escuchaba todo el tiempo a cantantes locales como Makano, Nigga o Eddy Lover, íconos de una etapa en la música urbana latina donde intragables melodramas románticos le hacían coro a los compases más lentos y monótonos del reguetón. Sin embargo, Liván se las apañaba para también mantenerse al tanto de los hits cubanos del género, que por entonces ya se alejaban de los motivos amorosos y se adentraban en lo explícitamente sexual, en tránsito hacia el ritmo violento de lo que después se convertiría en el «reparto». Para cuando Liván regresó a Cuba ya estaba decidido a convertirse en reguetonero, pero primero debía convencer a Mercedes, su madre, quien soñaba con que su hijo fuera otra cosa, tal vez un licenciado o un ingeniero.

    –En Panamá era muy difícil hacer carrera musical. Para eso allá o tienes dinero o, simplemente, tienes dinero. En Cuba yo veía que quienes triunfaban comenzaban sin nada, ni siquiera con clases de canto, y me sentía identificado con eso. Así que pensé que sería mucho más fácil hacerme reguetonero en mi país –cuenta.

    La noche transcurría y Liván, indeciso, revisaba en su cuarto una y otra vez una vieja libreta donde escribía las letras de sus canciones, todas rimas pobres, imitaciones baratas del reguetón romántico y meloso de sus ídolos panameños. Intentaba escoger la opción adecuada, una a la que Wailer, vecino suyo y DJ en sus tiempos libres, diera el visto bueno para grabar. A la mañana siguiente, Mercedes despidió a su hijo uniformado y listo para ir a clases. Lo notó algo ojeroso y con la cara hinchada, claros signos de una mala noche, y lo achacó al insomnio o a una pesadilla. Estaba lejos de sospechar que la madrugada anterior, cerca de la medianoche, Liván había saltado por una ventana para cumplir su sueño.

    –Mamá, escucha este tema de Arcángel –le dijo Liván un día mientras le ponía unos audífonos.

    Era un tema romántico, de los que Mercedes podía digerir, y no uno sobre sexo o drogas que tanto detestaba. Sin prestarle mucha atención, ella reconoció que le había agradado.

    –¿Te gustó? Bueno, ahora escucha este otro –le dijo Liván, intentando disimular su euforia.

    Una segunda canción comenzó a sonar.

    –¡Ay, pero ese eres tú! –soltó Mercedes de pronto, y se echó a llorar.

    –Yo estaba muy feliz porque la había convencido de que tenía una oportunidad. Desde entonces ella es la que impulsa mi carrera, es mi representante, mi amiga, mi todo. Es verdad que en este mundo es raro que sea tu mamá quien lleve esas cosas pero, con lo cochino que es esto, en quién voy a confiar si no es en mi madre –confiesa Kandy, mientras destapa una botella de cerveza de una mordida.

    –Kandy, cuidado, vas a perder un diente –le advierte Meko.

    –Tranquilo. Esto es como cantar. El que sabe lo hace fácil, el que no, se parte la boca.

    Kandy Boy / Foto: Facebook
    Kandy Boy / Foto: Facebook

    ***

    El estudio de grabación es en realidad un cuartucho que Meko construyó en la azotea de su casa. Es un lugar estrecho, asfixiante, siempre cerrado para evitar la interrupción del ruido de la calle y también para que no se escape el aire acondicionado. No hay aquí mucho más espacio que para un sofá, dos sillas y una mesita sobre la cual descansa una computadora, unas bocinas y algún que otro artefacto electrónico propio de un DJ. Una puerta lleva a un compartimento aún más cerrado de la habitación, el cual puede verse a través de un cristal grueso, casi blindado. Adentro, entre paredes de fibra de vidrio forradas con tela, un solitario micrófono profesional espera a Kandy.

    En estudios de grabaciones underground como este, es donde una canción de reguetón adquiere forma, quizás la más básica. Aquí manda el DJ, este es su feudo, la zona de confort en la que, por unos instantes, el tema es suyo. Ya después pertenece al cantante, quien le otorga con sus atributos característicos un aura nueva a la pureza simple de la música. Entonces el sentido de la canción suele corromperse, deja de ser solo una voz acompañada instrumentalmente para convertirse en parte de un todo que incluye la apariencia y los movimientos del reguetonero sobre el escenario o en un video clip.

    Por lo general, un cantante de reguetón exitoso es a sus seguidores lo que un líder político a su pueblo: amante de las cámaras, impositor de reglas, eje de multitudes, gran simulador, falso profeta de los estratos sociales más vulnerables y, sobre todo, celoso y agresivo defensor de su status frente a la más mínima competencia. Un DJ de música urbana, en cambio, necesita cierta dosis de humildad y resignación. Sabe que su vida artística se mueve entre la soledad de un estudio de grabación y, esporádicamente, al final de la tarima, en ese segundo plano donde ni las luces de colores ni los ojos del público frenético llegan. Todo el reconocimiento que recibe se resume a una línea en cada canción que produce, una suerte de crédito o agradecimiento fugaz que los cantantes introducen en sus temas a escasos segundos del último compás. Ser DJ es cuestión de conformarse con poco. Ser reguetonero, de querer siempre más. Sin embargo, Meko es un DJ famoso en su mundo y Kandy todo un desconocido.

    Kandy y Meko/ Foto: Darío Alejandro Alemán
    Kandy y Meko/ Foto: Darío Alejandro Alemán

    Seis años atrás, después de haber enfrentado por primera vez un estudio de grabación, Liván quiso formar un dúo con su mejor amigo. Realmente la moda de los dúos que había impuesto el grupo Clan 537 había pasado y la mayoría ya estaban disueltos, con sus integrantes lanzando sus carreras en solitario, unos con mejor suerte que otros. Pero él entendió que era una buena forma de comenzar y así nacieron los Kandy Boys. Jamás llegaron a grabar una canción y a las pocas semanas su amigo abandonó la idea de ser músico. Liván continuaría entonces su camino, no sin antes tomar prestado el nombre del grupo.

    –Mi nombre artístico era Kandy Boy, pero eso fue hasta hace un año, cuando pasó lo que pasó. Ahora soy Kandy, solamente Kandy, porque sé que el Boy me va a chocar cuando tenga 35 y quiera seguir cantando, además, como que eso de «chico» hace ruido. Ahora, Kandy es mi nombre cuando salgo y cierro la puerta de mi casa. Mientras esté adentro, soy Liván –me dice.

    –Oe, ¿trajiste algo preparado? –pregunta Meko.

    Kandy afirma con la cabeza, toca la pantalla de su celular y canta: «Contigo me busco un problema./ Tú tienes un flow que me quema./ Porque, mami, si tú no frenas,/ contigo me busco un problema… »

    Hace dos días compuso esta canción, de la que ha decidido solo cantar un pedazo del coro, acompañado de un background que descargó de Youtube. Es un background de reguetón puertorriqueño, muy elemental, apenas el compás clásico del género con algún que otro efecto sonoro eléctrico en un segundo plano. Por otro lado, el timbre agudo de Kandy es el que todos esperarían de sus facciones infantiles y su voz, la que nadie esperaría de un cantante fracasado. Es casi imposible distinguir cuando canta en vivo y cuando es una grabación trabajada. A diferencia de muchos reguetoneros puede prescindir de softwares que maquillen su tono.

    Meko lo escucha, vacila y hace una mueca.

    –No, asere, no me sirve. Eso está flojo. Con eso no llegas a ningún lado.

    Él sonríe. La crítica no parece desanimarlo. Quizás sea porque la conoce demasiado, la ha sufrido demasiado y siente, a veces, que se ha vuelto inmune a ella. Kandy, el performance de Liván, parece algo débil y, por demás, poco original. Desde su óptica él es un producto que solo él puede vender. Su obstinada estrategia es el contraste, no solo entre los colores chillones de su pelo, sino también el de su cuerpo y su voz adolescentes con la sexualidad arrabalera de sus poses y letras. A veces le da miedo pensar en otros contrastes, por ejemplo, el de un pez fuera del agua.

    –¿Sabes?, –me dice sonriendo–, mientras fui Kandy Boy tuve mi éxito. Pude haber llegado lejos sin pasar por todo esto.

    ***

    Video 1: Liván en el Coney Island grabando el video de una de sus primeras canciones, «Chica especial», con una voz aún más infantil que la actual, quizás retocada con algún programa especializado para imitar el tono aborrecible de reguetoneros como Arcángel. El clip es un cadáver que Kandy evitará desenterrar. Es apenas un niño, uno de verdad, que se empeña en lograr una fusión entre un tema de Cantándole al Sol y una vieja canción de reguetón boricua como quien se fuerza el vómito con los dedos. El Liván de «Chica especial» no está familiarizado con la cámara. Parece agotado o perdido, sin saber a dónde mirar, encasquillado en el ritmo que acompaña los patéticos movimientos de una patética coreografía. El clip parece una gran broma, una parodia orquestada por chiquillos tan listos como para burlarse de un video de reguetón. Pero en verdad son simplemente niños jugando a ser adultos.

    Video 2: Realmente la letra no es suya, sino un remix de una canción de El Príncipe (ahora El Taiguer) llamada «Tras de ti», a la que Liván asiste como parte de un featuring. Todo es gracias a un amigo de su madre que ha producido algunos temas para Gente de Zona y quiere darle una oportunidad a un desconocido como Kandy Boy. En «Tras de ti» canta un Liván de 16 años con el cuerpo delgaducho y desproporcionado de un adolescente. Sus movimientos son algo torpes a la hora de sostener la postura del reguetonero, es decir, la posición de las manos, el ritmo marcado con un disimulado zigzaguear de las caderas y los hombros, la mirada constante a los lados y el histrionismo pobre de una historia pobre que se intenta narrar. Al lado de El Príncipe, Liván parece algo nervioso. Sin querer, y siempre en segundo plano, da la impresión de que imita los gestos de su compañero.

    Video 3: «Aprendí de ti» se produce casi un año después. En esta ocasión el tema es de la autoría de Liván, acompañado por el popularísimo cantante El Chacal. Para este video parece un poco más desenvuelto, aunque sigue algo tieso, inseguro, o quizás solo es opacado por El Chacal. Como sea, Liván empieza a asumir su papel de Kandy Boy. Esta vez el clip es algo más complejo que los anteriores, o al menos más caro, aunque para este tipo de producciones suele bastar como locación una casa muy antigua –o muy moderna–, unas ruinas, un placer, la azotea de un edificio, cualquier cosa.

    Los videos con El Príncipe y El Chacal fueron costeados, como condición previa de estos cantantes para ofrecer su acompañamiento, de los bolsillos de Liván, o mejor, de Mercedes. Cada uno alcanzó un costo de producción cercano a los 1000 CUC y son los más caros que ha tenido Kandy hasta la fecha. El precio de los demás han oscilado entre 300 y 500 CUC, gracias a los favores y la buena voluntad de amigos suyos del mundo audiovisual.

    –He tenido la suerte de que las personas que me han hecho los videos son amistades que realmente confían en mí, quieren ayudarme, y por eso no me ponen un precio tan alto. Yo he escuchado videos de 10 mil y 15 mil dólares aquí en Cuba, un país donde sabemos que no hay presupuesto para eso. Ese precio tú lo dices en Estados Unidos y no significa nada. Pero 15 mil dólares aquí vienen siendo muchísimo dinero hasta para un artista. Claro, si tú quieres una gran producción donde aparezca un cohete que choque contra la Luna y la Luna explote y caiga a la tierra la mujer más linda del mundo… bueno, eso sí que será caro –me dice Kandy mientras prende otro cigarrillo.

    Kandy Boy / Foto: Facebook
    Kandy Boy / Foto: Facebook

    Después continúa:

    –Para hacer un video clip primero debes saber que hay varios directores de videos en Cuba y tú eliges el que te gusta. Uno trata de contactarlos por amistades de este mismo mundo, gente que ya haya trabajado tu mismo género. Mis productores se pondrían a buscar números y contactos y así. Ya con el director nos reunimos, le presento el tema, él lo escucha, crea una idea y me la dice. Por ejemplo: «Una chica está caminando por la calle, tú le estás tirando besos y se enamoró de ti». Y yo le diría: «Está bien, pero ¿y si la chica tenía patines? ¿Y si yo estaba vestido de negro?» El artista tiene voz y voto y así, entre los dos, intentamos encontrar la mejor historia. El artista tiene siempre que cuidar su imagen, su estilo. Luego el director se enfoca en lo que quiere junto a la persona que se encarga de la edición del video. En la filmación todo es «Liván, ponte aquí» o «tienes que moverte más» o «te veo un poco tenso» o «si estás cansado, podemos parar». ¿Ves? Me tratan supercómodo, como a un artista… y entonces me lo creo.

    Cantar con dos de los pocos íconos del reguetón cubano que han sabido mantenerse en las informales listas de éxito que establece el gusto popular, hizo de Liván, o sea, de Kandy Boy, una especie de ídolo masculino y un referente sexual para sus compañeros de escuela. Todos le adoraban, le mimaban, soportaban cada una de sus malcriadeces porque, al final, estaban convencidos de que aquel era solo el prometedor inicio de una carrera en ascenso.

    Mientras al resto de los estudiantes del preuniversitario se le exigía llevar un corte de cabello bajo, no usar collares u otra cosa que atentara contra la uniformidad del centro escolar, Liván podía darse el lujo de mostrar gangarrias y llevar suelta su tusa larga y multicolor. Su condición de artista lo justificaba y nadie, ni siquiera los profesores más rectos, podía impedírselo. La vida de Liván era la comidilla del mundo juvenil que le rodeaba. Todos estaban al tanto de a dónde iban, con quién se retrataba, con qué muchacha salía.

    –A mí, la verdad, la escuela me fue muy difícil porque era el centro de atención y me invitaban a fiestas, pa aquí, pa allá, y eso como que hizo que me alejara un poco de ella, como que la abandoné. Tuve que decirle a mi mamá que quería terminar el 12 grado en una Facultad Obrero Campesina porque la escuela me robaba mucho tiempo para la música y la música demasiado tiempo para la escuela. Y yo quería ser músico. Mi mamá quería que yo estudiara, que siguiera, pero mi cabeza entre estas dos vidas me iba a explotar. Pero bueno, hace ya dos años que terminé la Facultad Obrero Campesina y tengo mi 12 grado –dice Kandy.

    Por esos años su fama trascendió los muros del preuniversitario. Liván sería visto entonces en las parrandas más caras, ostentosas y alocadas de la farándula del reguetón cubano, siempre abrazado por sus ídolos. A veces a Kandy le gusta pensar que así, acompañándolo en fotos y fiestas, las estrellas del género urbano del país reconocían que era una joven promesa, un muchacho con talento. Ese reconocimiento, cierto o no, lo fue consumiendo al punto de volverse algo más grande que él. Poco le importaba. La cuestión era ser popular, a cualquier costo, primero como un cercano a la élite y después como parte de ella.

    Apenas dos años después, Liván comprendió que la fama es como el más exquisito y lujurioso de los yates y que acarrea todo lo que puede concebirse dentro de uno: viajes, drogas, orgías, gasto desmedido de dinero. También comprendería que hasta el más exquisito y lujurioso de los yates tiene todo lo que puede tener el más simple de los botes: la posibilidad de hacer aguas.

    ***

    Meko, asmático crónico, echa mano a su inhalador y después a un cigarrillo. Desde hace unos minutos la rutina en el estudio de grabación se resume en escuchar a Kandy cantar a capela el coro de sus composiciones más recientes, pero ninguna convence a su DJ.

    –A ver, vamos a probar con esto. Yo te pongo un pie forzado y tú haces lo demás. ¿Ok? –propone Meko, algo hastiado.

    Kandy asiente.

    –Si me falta tu boca. Ese. Métele.

    Kandy hace silencio. Se inclina hacia delante, con la cabeza casi entre las piernas. Tararea algo tan bajo que apenas se percibe. Mientras, mueve los pies como si marcara un compás. De repente se alza y dice:

    –Abre el cuartico que vamos a grabar.

    Frente a un micrófono, cuanto queda de Liván se esfuma. Aparece «Kandy, el chamaquito de oro», un nuevo epíteto para la nueva identidad que ha encontrado. Pese a no estar en el mejor momento de su carrera, es justo ahora que comienza a sentirse cómodo, libre, despojado de los miedos infantiles de antes.

    Kandy canta: «Si me falta tu boca/, y tus manos no me tocan, eeh/, no sé qué será de mí, no sé qué será de mí./ Si me falta tu ropa/ tu olor que me provoca, eeh./ No sé qué será de mí, no sé qué será de míii».

    A este lado del cristal Meko sonríe. Le agrada lo que escucha.

    –Esta canción va para el disco.

    –Pero ese es solo el coro –le digo.

    –Esto es así. Los cantantes traen sus letras escritas por pura formalidad, pero casi siempre son una mierda. Las canciones buenas, las que se pegan, se improvisan aquí. Primero el coro y después, ya con más calma, el resto. Las mejores se sacan embombaos, tú sabes, to´ fumaos. Así la musa les llega mejor.

    Meko le hace unas señas y Kandy sale contento del estudio.

    –Dime, ¿cómo te sentiste? –pregunta Meko.

    –Asere, bien, como en mis mejores días.

    Los mejores días de Kandy fueron aquellos en que explotaba al máximo sus colaboraciones con El Chacal y El Príncipe. Cantaba con cierta regularidad en el Liceo de Regla frente un público que, según él, rondaba las 5000 personas, aunque en verdad eran muchas menos. También le llamaban para participar en conciertos en otras provincias, donde le exigían siempre los mismos temas: «Aprendí de ti» y «Tras de ti». Entonces aprovechaba y mostraba uno en solitario, desconocido, como para probar suerte.

    –Cuando yo me subía allí con 16 años y veía que era gente y gente y gente, pensaba: «Ahora qué hago». Yo nunca había cantado para un público así y al final me sentí mejor cantando para muchas personas que para pocas. Cuando canto para un público pequeño tampoco es que me sienta mal, me siento normal. En un bar, por ejemplo, me comporto normal, pero cuando la cosa es masiva como que me lleno de adrenalina y hago cosas locas. Una vez por poco me caigo de una tarima porque me fui a subir arriba de un andamio mientras cantaba y aquello se fue para adelante, y si no llega a ser por el de Seguridad que me aguantó justo antes de caer yo hubiese terminado arriba de la gente. Quién sabe, quizás el público me hubiese cargado y movido en el aire como en los conciertos de cantantes famosos.

    –Y ahora, después de lo que pasó, ¿podrías enfrentarte a un escenario así, de la misma manera? –pregunto.

    –Claro. Uno siempre tiene que parecer seguro. Ya sabes, Liván en casa, Kandy en la calle.

    Ser reguetonero, como ser cantante en general, casi siempre se trata de mantener las apariencias, de crearse un personaje más o menos parecido a los personajes que se inventan otros reguetoneros con la diferencia de un disimulado excentricismo propio, o al menos identificativo. Ser público fiel de un reguetonero casi siempre se trata de creerse tal puesta en escena, no cuestionarla, confiar que en la letra de las canciones y en los pocos minutos de un video clip el cantante no cuenta una historia cualquiera, sino la historia de su vida. La relación entre el cantante y su público es de una complicidad inevitable, donde el primero no puede dejar de fingir y al segundo se le hace imposible no creerle. El reguetonero, aunque incomode a los paladines del buen gusto y la alta cultura, es un artista, y todo artista es un actor.

    Meko le ha ordenado a Kandy que piense en el resto de la letra mientras él le agrega los efectos sonoros a la grabación.

    –Meko es tremendo DJ. Con él estoy encontrando mi sonoridad.

    –¿Tú sonoridad? –pregunto.

    –Sí. Sonoridad: hacer temas únicos, románticos y con «maldad».

    Meko / Foto: Facebook
    Meko / Foto: Facebook

    ***

    –No, todavía no. No podemos grabar un tema hasta que no encontremos tu sonoridad –le decía Osmany Espinoza cada vez que Liván se le acercaba con una propuesta de canción.

    –Pero, ¿qué es «mi sonoridad»?

    –Cuando la encontremos te decimos –remataba Osmany.

    Después de lograr un discreto éxito como Kandy Boy, Osmany Espinoza –una especie de gurú de la música pop cubana– invitó a Liván a firmar un contrato de exclusividad con la empresa productora Planet Record. Osmany, además de compositor, y eventualmente cantante, dirige la parte cubana de este sello discográfico internacional, ganador de varios Discos de Oro y Discos de Platino que ha producido a artistas como Nicky Jam, Gente de Zona, Los Van Van, Prince Royce, Jacob Forever, Luis Enrique y otros menos conocidos fuera de Cuba como Laritza Bacallao o Diván.

    –El contrato de exclusividad era por tres años y decía la cantidad de canciones y videos que yo debía hacer en ese tiempo. Les llevé propuestas a la Oficina Secreta, que es el estudio de grabación de Planet Record en Cuba, y siempre me rechazaban. Estuve un año sin hacer música. Sí, me tuvieron un año sin hacer música. ¡Increíble! Después del éxito con El Príncipe y El Chacal yo tenía que sacar temas, aprovechar esa subida para seguir. Aunque fueran los más malos del mundo, tenía que sacarlos. Pero ellos no me dejaron porque estaban esperando una sonoridad. Confié en ellos ciegamente, la verdad, y eso fue lo peor que hice. Después de ese año les pedí la liberación del contrato porque no estaban haciendo nada conmigo. ¿Para qué me tenían dentro de la empresa? No les reportaba nada y no me quisieron dar la liberación. Por esa época habían contratado también a Diván, y por la edad y el estilo de música, la única competencia para Diván en ese momento era yo. Hoy, ya un poco más maduro, es que entiendo que intentaron quitarme del camino para que no fuera un estorbo. Si no es así, entonces por qué no querían darme la liberación –me cuenta Kandy.

    Mercedes, su madre y representante, tomó cartas en el asunto, amenazó a la empresa con buscar abogados en otros países y levantar una demanda por el incumplimiento del contrato. Finalmente, Osmany accedió de mala gana a liberar a Liván.

    Antes de su salida de Planet Record, Liván y Osmany eran bueno amigos, de los que compartían interminables noches de juerga en los bares más caros de La Habana. Después se enemistaron. En sus perfiles en redes sociales, donde en otra época se lanzaban elogios, iniciaron una ridícula controversia que en el argot popular del reguetón cubano suele llamarse «tiradera».

    A oídos de Liván llegó el rumor de que el todopoderoso Osmany Espinoza pagaba para que sus producciones independientes no fueran incluidas en El Paquete Semanal, el repositorio informal offline consumido en Cuba ante la imposibilidad de un acceso decoroso a Internet.

    –¿Crees que lo hizo? –le pregunto a Kandy.

    –No lo dudes. Mira, esto es así, él es así. Se hacen muchas cosas sucias y Osmany es un tipo con poder en el mundo de la música cubana. Ir contra Osmany es perder. Por ejemplo, mientras nos llevábamos, vi cómo tenía problemas con algunos artistas que después de eso jamás levantaron cabeza. ¿Nunca te has preguntado por qué dejó de sonar Laritza Bacallao, o el Yonki?

    Más allá del incalculable poder de Osmany Espinoza, una realidad se impone: el éxito en el mundo del reguetón cubano es más efímero que en otros géneros musicales. No hay temas que consagren oficialmente, ni un Hall of Fame, menos en un país sin un mercado definido para esta música, donde la popularidad de un artista no se mide por cuánto se reproduzca en la radio, Spotify o Youtube, sino por cuánto suene en las fiestas nocturnas o en los celulares de la gente. Son muchos los ejemplos de reguetoneros que, tras pegar una canción, desaparecieron.




    ***

    Kandy permanece callado en una esquina del estudio, componiendo el resto de la canción. Por su parte, Meko abre y cierra los dedos como si fuesen bisagras y se encorva frente a la computadora, con la cara a pocos centímetros de la pantalla.

    Sobre la voz de Kandy, el Dj coloca el compás primario de la canción, el cual se repetirá invariablemente durante todo el tema. El compás después se volverá lejano e imperceptible entre tantos arreglos y capas sonoras, aunque seguirá ahí, tan vital como los cimientos de una edificación. Se le suman después otros compases más veloces y un primitivo background de lo que parece una vieja canción de disco. Kandy luce inconforme. Lo siente demasiado anticuado, necesita algo más moderno, y Meko lo resuelve con el efecto de las palmadas clásicas de las canciones del momento, del reguetón de «reparto». En cuestión de 15 minutos todo está listo.

    –¿Qué tan complicado te resulta esto? ¿Cómo sabes qué ritmo ponerles a las letras? –le pregunto a Meko.

    –Es muy fácil. Es como vestir una canción –responde.

    –¿Y cómo aprendiste a vestir una canción?

    –De aquí, de mis amigos de Marianao. Todos mis socios de cuando era chamaco querían ser músicos, y como todos querían ser cantantes pensé que hacía falta alguien que hiciera de DJ. No estudié música. De hecho, no estudié nada. Un día me copié en la computadora unos programas de DJ y cacharreando aprendí. Lo demás es de oído, de oír mucha música urbana y saber qué pega y qué no. Me hice poco a poco de estos aparatos y creo que si mañana me los quitan, me moriré de hambre porque no sé hacer otra cosa.

    –¿Y por qué el nombre de Meko?

    –Asere, un DJ nunca debe ponerse su nombre de verdad. Los nombres son cheos y uno tiene que buscarse uno que se pegue. Yo antes no lo sabía y cuando la furia de DJs del reguetón, donde todos se llamaban «Fulanito Pro» o «Menganito Pro», yo también me puse un «Pro». Pero el nombre de Meko me lo puso Osmany García. Ese siempre está jodiendo y una vez que grabábamos aquí, me dijo: «¡Cómo tú fumas! No sueltas el pitillo. ¡Ño! A partir de ahora te voy a decir Fumeko». Y me cuadró aquello y lo dejé en Meko, porque es verdad que fumo mucho. Jajajajaja.

    –¿Qué crees del reguetón cubano, en especial del «reparto»?

    –El reparto es el reguetón cubano de verdad porque se puede diferenciar del puertorriqueño, del colombiano, del panameño y del dominicano. La música cubana es, al final, timba. El reparto, sin ser timba evidente, tiene de eso. Tú solo escucha su clave en palmadas –dice y comienza a sonar las palmas.

    –¿Crees que el «reparto» logre trascender la Isla?

    –El reparto será famoso cuando le reconozcan su valor y ahí tendremos un reguetón cubano de verdad. Yo soy capaz de oír un reguetón y por su clave decir de qué país es. Pero el cubano es una copia, casi sin un sello hasta hace poco, siempre montándose sobre las claves del reguetón de otros países. Pensaron que ponerle metales era suficiente para decir que el reguetón cubano era «timba con reguetón», pero no, debemos tener reguetón puro y cubano a la vez. El reparto tiene su clave propia y lo que hace falta es un premio que lo avale.

    –Pero, ¿quién podría ganar un premio con reparto actualmente?

    –Chocolate. Él es quien realmente merecería ese premio, aunque no quisiera que lo ganara. Me lo imagino parado en los Grammy diciendo que él es el mejor, el Rey, que él fue quien inventó el reparto, y no es así. No es justo para los demás, para gente que estuvo antes que él –Meko hace una pausa–. Pero recuerda lo que te digo. Un día, ¡un día!, algún repartero ganará un Grammy.

    ***

    Después de su salida de Planet Record, Kandy ha intentado rescatar algo de la escasa popularidad de la que alguna vez gozó. Al no pertenecer a ninguna empresa o entidad artística reconocida por las instituciones culturales del país, dice que solo tiene permitido por el Ministerio de Cultura cantar gratis en espacios públicos.

    –Yo no veo mal eso de cantar sin cobrar, pero no puedo estar toda la vida así. Ahora no vivo de mi carrera. Tengo a mi mamá que me apoya en todo, pero bueno, dentro de poco tendré mis papeles, firmaré con alguien y podré trabajar y vivir de mi música –me dice optimista.

    Por ahora, Kandy intenta ganarse un público colocando sus canciones en el Paquete Semanal, aunque el único medidor que tiene para su éxito son las visualizaciones de sus videos clips en Youtube. Aquellos que son en solitario rara vez sobrepasan las 1000 vistas. Los featuring, sin embargo, son algo más consumidos. Uno de ellos, «Tiene tumbao», junto al joven reguetonero El Kamel, ha superado las 327000 visualizaciones.

    En los dos últimos años también ha decidido tatuarse. Lo que empezó con un pequeño atrevimiento es ahora una suerte de adicción. Cada idea que Kandy maneja sobre sí mismo tiene un espacio en su piel.

    –Estos audífonos con la bolita del mundo adentro significa que quiero que mi música llegue a todo el mundo. Tengo uno que dice «Fe», porque nunca pienso perder la fe en mí. El diamante es por el proceso que pasa esta piedra, que primero es carbón y con mucha energía y trabajo se convierte en una joya. El reloj es porque en la vida debo tener paciencia y sé que todo tiene su momento. Sé que ya tendré el mío. Este de aquí es contra los malos ojos porque hay gente que me ha deseado mal y me ha hecho mal. La nube con el rayo y la corona… bueno, esos porque soy hijo de Changó. Y este de aquí, el Pacman con los fantasmitas es porque mi vicio, después de cantar, son los videojuegos –me dice a medida que muestra algunos de sus tatuajes.

    Fuera del estudio ha oscurecido y Meko parece desesperado. Esta noche debe presentarse en un concierto de El Taiguer, y cada minuto que demore se lo descontarán de su paga. Comparado con el dinero que puede ganar en un concierto, su trabajo como DJ de Kandy parece un acto de caridad cristiana. Ambos han decidido continuar en unos días, cuando Kandy haya terminado de escribir el resto de la canción.




    –Kandy, si mañana lograras un hit musical, ¿qué no harías?

    –Dejarme llevar por la farándula. Lo que me pasó no fue por la fama en sí, sino por cómo me la creí. La farándula vive de la hipocresía, y ahora que soy más fuerte por los golpes que he recibido sé que no debo demostrar nada sincero. En ese mundo no puedes mostrar ni felicidad ni tristeza. Es complicado. Las mujeres se te acercan entonces por lo que debes aparentar y no por lo que eres. Y con las amistades pasa igual porque son como las putas: se compran, se venden, se regalan, se prestan –confiesa Kandy y Meko, desde su silla, asiente, reafirmando sus palabras.

    –Pero algo bueno tiene la fama ¿no? –digo.

    –Sí, las fiestas y el cariño del público que solo conoce de tus canciones. Solo puedo fiarme de ese cariño.

    Cuando sale del cuarto de grabación, Kandy desaparece, se disipa en el aire y solo queda el solitario Liván: un muchacho de 20 años que desea pasar la madrugada jugando FIFA en su Play Station con los pocos amigos que le quedan, y el domingo cenar junto a su madre para contarle cómo le ha ido al artista durante la semana.

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    Darío Alejandro Alemán
    Darío Alejandro Alemán
    Nació en La Habana en 1994. Periodista y editor. Ha colaborado en varios medios nacionales e internacionales.
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