La escala cubana: Diálogo con Iván de la Nuez

    Las identidades insulares, la estética revolucionaria, las culturas disonantes y la contracultura comparada son algunos de los ejes en torno a los cuales se despliega la extensa obra de Iván de la Nuez (La Habana, 1964). Desde El mapa de sal y en libros como Fantasía roja y exposiciones como La utopía paralela (La Virerina, 2019) estos ámbitos temáticos configuran un moroso estudio de la producción simbólica cubana, a la vez que una topografía de Occidente como archipiélago antillano. Su reciente compilación de ensayos Cubantropía (Editorial Periférica) retoma y amplía estas cuestiones con su característica escritura penetrante y vivaz.

    Eloy Fernández Porta: Uno de los asuntos que desarrollas en Cubantropía es la proyección ideológica: la necesidad que una cierta izquierda, desde Sartre en adelante, ha tenido de ver en el proyecto comunista cubano un referente ideal, de modo que, como escribes, «es un país al que la gente no va a descubrir una realidad, sino a confirmar un guion»? ¿Crees que en la actualidad la vivencia del viajero, o incluso del turista —si es que hay diferencia— tendrá que consistir en poner en cuestión esos fantaseos políticos? 

    Iván de la Nuez: Aunque nos parezcan en las antípodas intelectuales o morales, el viajero ideológico y el turista no sólo son figuras complementarias, sino también intercambiables. Unas veces arrastrados por el «huracán sobre el azúcar» sartreano, y otras por el juego de equívocos de Nuestro hombre en La Habana, de Graham Greene. Por lo general, ambos se imponen un plan de viaje para confirmar sus certezas, disfrutan de una estancia en el país que verifica sus postales y comparten un parecido regreso a sus vidas más o menos normalizadas del capitalismo. Claro que también hay diferencias. Y claro que no es lo mismo la Cuba de los años sesenta del siglo pasado, aquella isla devenida en utopía ideológica para Sartre y compañía, que la Cuba actual donde abundan miles de turistas que no van allí con una coartada intelectual muy concreta. En el primer caso, se iba a la Revolución; en el segundo, a las consecuencias del Estado en que se ha convertido esa Revolución. Es importante advertir que ni Sartre ni Regis Debray ni Graham Greene ni Feltrinelli iban a la isla a aplaudir un «proyecto comunista cubano», sino a bendecir la posibilidad de una revolución socialista al margen de los bloques. A teorizar sobre «la vía cubana», o una «revolución sin ideología», o una «revolución en la revolución». En aquella época, Cuba no era, como sí lo es hoy, un país atrapado por el monocultivo del turismo y su economía (también cultura) de servicios. (Su monocultivo entonces era el azúcar, lo que llevó al Che a obsesionarse con diversificar la economía). Así que casi todos los que viajaban a la isla se podían enmarcar en la categoría de viajeros ideológicos. No eran muchos comparados con los millones que vuelan allí hoy, pero sí configuraban, desde el punto de vista cualitativo, una élite importante. En su libro Enero en Cuba, Max Aub cuenta cómo, en una misma jornada, podían quedar en el bar del Hotel Nacional un montón de españoles, tipo Carlos Barral o Alfonso Sastre, que rondaban por allí. Son los años que marcan la iconografía de la revolución, y lo mismo te encuentras a Cartier Bresson o René Burri disparando sus cámaras, que a Vargas Llosa o Cortázar metiendo baza sobre lo que está pasando.

    La entonces joven Revolución se interesaba por el viajero ideológico como ahora el Estado heredado de aquella Revolución se desvive por el turista. Es sintomático que una de las primeras prevenciones de las reformas económicas de Raúl Castro fuera, precisamente, frenar el debate ideológico (la llamada Batalla de Ideas alentada por Fidel Castro cuando gobernaba). Y eso que Cuba podría ser, ahora mismo, un laboratorio interesantísimo para la izquierda y para cualquiera dispuesto a testar, en tiempo real, una acumulación rudimentaria de capital mezclada con la supervivencia de un modelo socialista. Debe ser por eso que los visitantes que han iluminado la vida reciente del país no sean teóricos ni nada por el estilo, sino estrellas del espectáculo: los Rolling Stones, Major Lazer, Beyoncé, Carl Lagerfeld, Madonna, el equipo de Fast and Furious

    En todo caso, no puedes perder de vista las distintas épocas que han marcado este asunto. Por ejemplo, en los años setenta y parte de los ochenta (con el país sovietizado hasta el tuétano), turistas y viajeros ideológicos eran prácticamente lo mismo y provenían, casi por completo, del campo socialista o grupos occidentales de solidaridad cuyos viajes estaban férreamente diseñados y controlados. Si te das una vuelta por la Cuba de hoy, te puedes encontrar a miles de cubanos de la diáspora frecuentando los lugares turísticos, algo que estuvo prohibido durante casi cincuenta años. Todo eso premia la existencia del turista y le desinfla el guion al viajero ideológico, pues la primera paradoja con la que se va a encontrar se la están sirviendo las mismas medidas del gobierno.

    En fin, no es lo mismo Sartre que, pon tú, Juan Carlos Monedero. A este, por cierto, un amigo mío lo abordó en La Habana (con la intensidad que este amigo puede desplegar, que es mucha) e intentó aconsejarle que, si quería encontrar a la nueva izquierda cubana, no la buscara en el gobierno. Eso era impensable en décadas anteriores, y nos ofrece una clave de la situación peripatética en la que puede caer un intelectual orgánico en el presente cubano.

    De varios de los textos que has reunido en tu libro se desprende que Cuba ha generado una vivencia específica de la Historia. Una historicidad en que todos los acontecimientos «son un parteaguas» y en que la ciudadanía se ha visto obligada a «vivir en mayúscula» —en las ideas mayestáticas del Hombre Nuevo, del Futuro Socialista, del Gran Enemigo, etc. ¿Cómo crees que se declina, en lo sucesivo, la vida en minúsculas?

    Si una revolución no consigue distorsionar el devenir «natural» de la historia no es una revolución. Y si los seres nacidos en medio de esa mutación —ese Hombre Nuevo que programó el Che Guevara— no somos seres hipertrofiados, tampoco. Una revolución requiere una exageración biográfica; no tiene bastante con que seas en un animal político, sino que además te exige convertirte en un animal geopolítico. De manera que tus asuntos cotidianos le suenan extraordinarios a tus contemporáneos de otras latitudes. Con tu vida diaria cruzada por crisis nucleares, guerras de independencia en África, revoluciones latinoamericanas, conflictos de baja intensidad, guerra fría en directo, vigilancia, adoctrinamiento ideológico, formación militar…

    De todos modos, aunque la Revolución es un colofón, o si quieres una radicalización de su singularidad, la excepcionalidad cubana no se limita a ésta. Si revisas la historia anterior, puedes comprobar que en el siglo XIX Cuba fue a contrapié de las demás colonias americanas en la guerra de independencia, siendo, junto a Puerto Rico, la última en independizarse unas siete décadas más tarde. Después, en el siglo XX, plantó el primer Estado comunista en Occidente, a noventa millas de Estados Unidos. Y ya en el siglo XXI continuó como un gobierno socialista de partido único cuando la galaxia soviética, a la que pertenecía, se vino abajo. Si en el siglo XIX, varios intelectuales criollos reafirmaron la identidad recalcando que la isla no era Cipango ni Sicilia ni Albión, ante el desplome del comunismo los intelectuales orgánicos del socialismo esgrimieron que tampoco era Rumanía ni Bulgaria ni Hungría. Si a esto añades el pulso perpetuo con la primera potencia del mundo, quedas atrapado en una excepcionalidad que explica o justifica esa existencia maximalista y que, en el plano retórico, llega a convertirse en una vida encomendada a las siglas: PCC, FMC, UNEAC, UJC, UPEC, IPUEC, ESBEC, ICAP, ICRT, ICAIC, CENESEX…

    El embargo norteamericano o un parlamento reacio a abandonar la unanimidad atornillan esa vida mayúscula que ha dejado un reguero de violencia, con sus vencedores y vencidos, dicho sea de paso.

    ¿Cómo se pasa de ahí a una vida en minúsculas? En esto incide, actualmente, la relativa pérdida del monopolio del Estado sobre la vida de la gente, el creciente encaje del país en un mundo regido por una mezcla de autoritarismo con economía de mercado o el hecho de que, si bien Cuba sigue regida por el Partido Comunista, este gobierna sobre una sociedad que ya es postcomunista. Una sociedad que se va alejando de la retórica bipolar de la Guerra Fría y empieza a comunicarse, cada vez más, con una lengua viva. Hoy la vida cubana se mundializa (siempre en su dimensión antillana), y eso se ve en la dependencia de las remesas familiares de la diáspora, la piñata económica de un capitalismo selectivo que premia a sus fieles, o en crisis migratorias, como las de Centroamérica, a las que se incorporan los cubanos ante la rebaja de los privilegios que ofrecía el decreto Pies Secos Pies Mojados en Estados Unidos. El problema es que practicando la castrología no te enterarás de muchas de estas cosas. Como los kremlinólogos —siempre obsesionados con las altas esferas— no detectaron la verdadera dimensión de la debacle soviética que estaba a la vuelta de la esquina. Prefirieron seguir leyéndolo todo en los términos de esa hipernormalización descubierta por Alexei Yurchak en su extraordinario libro Everything Was Forever Until it Was No More.

    Si te alejas de ese agujero negro que supone el macropoder, es más fácil encontrar esas zonas interesantes de vida mínima. Sobre todo en una generación de millennials para la que no funciona la llamada al sacrificio ni el aplazamiento de su vida presente a cambio de una redención luminosa en el futuro. Esta gente son muy similares a cualquier joven de cualquier lugar del mundo, algo distinto a mi generación, que creció como un ente bien diferenciado de sus contemporáneos occidentales. Esas nuevas generaciones apuestan al aquí y ahora, son más punk que pop, y sin lo que he aprendido con ellas quizá no me hubiera decidido a publicar Cubantropía.

    Iván de la Nuez / Foto: Tenchy Tolón
    Iván de la Nuez / Foto: Tenchy Tolón

    «Conozco gente que se fue del país para poder ser ambigua», escribes en uno de los textos del libro. Es una afirmación que trae a la memoria libros como La broma de Kundera, donde el protagonista cae en desgracia por permitirse una ambivalencia en una postal dirigida a su pareja. ¿Crees que la ambivalencia es un rasgo distintivo de la creación artística de la diáspora?

    Eso que han llamado socialismo real no se puede entender sin la represión, pero sólo con la represión no se puede explicar. Esto no solo lo ha visto Milan Kundera, sino también Boris Groys, Svetlana Alexievitch, Alexei Yurchak, Boris Mikhailov, Josef Koudelka o Rafael Rojas. A través de sus ensayos, crónicas o fotografías, ellos abordan el socialismo como un modo de vida en el que la gente también se enamora, hace planes, tiene sexo, practica deportes, construye un repertorio de chistes, se concede islotes de libertad o encamina su talento artístico.

    El caso cubano no es muy diferente, con la peculiaridad de que hablamos de un país de la órbita soviética y a la vez occidental. Por supuesto, no hay que olvidar que, en esta especie de país del Este en el Caribe, no hay prácticamente una sola familia que no haya pasado por lo que allí llamamos «la máquina de moler carne». (Y que hay mucha gente a la que se la han molido una y otra vez con toda la saña posible). Eso no se debe olvidar ni tampoco dejar de fustigar. Dicho esto, Cubantropía no es una historia sobre la represión o lo que no se pudo hacer, sino sobre lo que la cultura sí ha hecho y sobre los espacios que ha ganado a pesar de prohibiciones y escollos. Es por eso que el libro propone una contracultura comparada, mirando de reojo ejemplos del underground que tuvo lugar en otros países comunistas. Esa contracultura que fue obstaculizada o directamente prohibida por los regímenes socialistas y más tarde arrasada por los regímenes capitalistas en sus terapias de choque. (Eso también hay que recordarlo y fustigarlo, porque te muestra lo que el Estado y el Mercado son capaces de hacer con aquellos que desmontan sus coartadas políticas o económicas de consumo rápido).

    Yo he preferido rastrear proyectos culturales que han conseguido, en una escala pequeña, cambiar las cosas, instaurando otro idioma y otra manera de vivir. Que han dibujado un espacio de libertad mientras tarda la democracia, sea esto lo que sea y si por fin acaba llegando. A esos efectos, me interesa el ejemplo de Grail Marcus y sus Rastros de carmín, donde persigue movimientos que, aunque no cambian a lo grande el destino de la sociedad, son bombas retardadas que anticipan la explosión de una cultura por venir.

    Es lo que me ocurre con el concepto mismo de diáspora, que se explayó en términos cubanos a partir de los años noventa del siglo pasado. Aunque, desde su misma connotación hebrea, este término remite al éxodo, algunos lo aplicamos no sólo a una multiplicación de los espacios del Exilio, sino también a una multiplicación de los espacios de producción cultural al interior de Cuba. A partir de esos años noventa se despliegan decenas de proyectos con gente de varias orillas que experimentan una democracia fugaz, que funciona casi como un sample de una convivencia que podría tener lugar. Cuando en 1995 hicimos uno de esos proyectos en Barcelona, su título fue La isla posible, eludiendo precisamente el maximalismo de lo deseable, de los principios innegociables, e invitando a gente de todos lados y formatos con distintas experiencias cubanas, incluso las que eran difíciles de conciliar. Por esos años, se dio también el caso contrario. De repente, una de las revistas más interesantes de la nueva generación de intelectuales cubanos bajo el Periodo Especial se llamó Diáspora(s). Y lo curioso es que, pese a su nombre, no se editó en Nueva York ni en Miami ni en Madrid, sino en La Habana.

    Esa ambivalencia no es acrítica ni esquiva, aunque sí trata de desmarcarse tanto en su cartografía como en su lenguaje. ¿De qué vale salir de una situación opresiva y seguir practicando la misma retórica, los mismos golpes de pecho, las mismas peticiones de sangre o nada? Cuando Obama y Raúl Castro anunciaron la paz el 17 de diciembre de 2014 entre los gobiernos de Cuba y Estados Unidos, un joven periodista, Carlos Manuel Álvarez, definió la época que vendría a continuación como la propia de una tribu que empezaba, por fin, a «enterrar su dialecto».

    Cuando yo salí de Cuba, en 1991, lo primero que hice fue buscar a una generación anterior a la mía que pudiera enseñarme a habitar esa diáspora con un lenguaje diferente al de los hardliners que tanto me recordaban a los patrioteros sobreactuados de los que huía. Así, mis aprendizajes pasaron por artistas que explayaban su crítica en varias direcciones y se mantenían en estado de alerta ante los distintos lavados de cerebro que este mundo te tiene reservados. Para ellos, la crítica no se acababa en el muro del Malecón. Veinte años después, cuando regresé a Cuba, hice exactamente lo contrario, y me conecté con la generación de los que podrían, por edad, ser mis hijos (los nietos de la Revolución). En lugar de llegar allí a dictar cátedra o esperar por una alfombra roja que, por otra parte, nadie me iba a tender, me mezclé con gente que compartió conmigo su vida «kunderiana», y que exprimía la máxima libertad en el menor espacio posible en términos inéditos para mí como cubano en Cuba.

    Para mí la diáspora es la ambigüedad misma, no el lugar donde esta se emplaza. Diáspora como disgregación, pérdida del centro, y como ruptura de la idea de una cultura vinculada absolutamente a su territorio nacional. Para bien y para mal, esa diasporización es la versión cultural de la globalización del país. ¿Problemática? Por supuesto. ¿Expuesta a la derrota y al ataque de otras partes en pugna? Evidentemente. Pero, si la cultura no es el lugar de la ambigüedad, ¿cuál va a ser ese espacio? ¿El del parlamento cubano que sigue votando unánime? ¿El de algunas emisoras de Miami con un lenguaje autárquico y congelado en el tiempo? ¿El de los duros que en todas las orillas han levantado un monumento a la verticalidad como la conducta apropiada de un buen revolucionario o un buen exiliado?

    Todo el recorrido del libro va preguntando por este tipo de cosas, equivocándome o tanteando —de manera individualista, lo reconozco— ventanas de escape que sólo pueda usar yo. Todo en un zigzagueo futurista entre el estalinismo persistente y el macartismo renaciente, sorteando ese pingpong ideológico que te hace seguir la pelotica de un extremo a otro sin darte tiempo a pensar.

    En otro pasaje hablas de la dinámica que se ha dado en la sociedad cubana entre el carnaval y la necrofilia en el sentido político del término —en otras palabras, entre la represión política y el positivismo sexual. Quisiera preguntarte sobre los papeles que desempeña la sexualidad en un Estado sobreprotector: ¿vía de escape, experiencia personal apolítica, encuentro cultural con el extranjero? 

    La revolución cubana empieza en un carnaval. Su pistoletazo (literal) de salida fue el asalto al Cuartel Moncada, un 26 de julio de 1953, precisamente porque en Santiago de Cuba los carnavales se hacían en verano y los jóvenes rebeldes querían camuflarse en la confusión y la mascarada de las fiestas para dar la sorpresa. Aquí ya tienes un origen en el que aparecen mezclados el gatillo fácil y la cintura suelta.

    Una vez en el gobierno, esos antiguos rebeldes desataron una erótica del poder marcada por un machismo cuyo modelo por excelencia fue Fidel Castro. Se puso en marcha la aclamación de lo militar, del puñetazo en la mesa y de la pistola en el cinto. La intolerancia, la homofobia y la sublimación de un Estado hecho con los cojones. Esto tiene una historia jurídica e institucional. Por ejemplo, en los años sesenta se desplegaron las llamadas Unidades Militares de Ayuda a la Producción (UMAP, apunta otra sigla) que recogieron «desafectos» ideológicos, morales y estéticos, o simplemente sospechosos de serlo. Un poquito después, en 1971, entramos de lleno en modo soviético, con un Congreso de Educación y Cultura que condenó explícita y legalmente la homosexualidad, llevar melena, escribirte con parientes del exilio o escuchar rock.

    Todo eso se ha relajado hoy, aunque el gobierno jamás se ha disculpado públicamente ni ha hecho la menor autocrítica de esos horrores que forman parte de nuestra «vida profiláctica», como la ha recuperado con mucha agudeza el artista Hamlet Lavastida. En toda mi experiencia cubana he conocido algunos funcionarios defenestrados por su permisividad, pero no recuerdo ninguno que haya sido castigado por su intolerancia. Hace poco, se dio por hecho que se aceptaría el matrimonio homosexual. Todo parecía ir encaminado hacia su aprobación, pero al final la ley no avanzó. El gobierno lo justificó por que las bases populares y de militantes comunistas consultadas se negaron rotundamente. Lo mismo, no te lo pierdas, que los evangélicos. Y así podríamos estar contando historias e historias de esta pelea cubana contra sus demonios (para citar a Fernando Ortiz).

    ¿Consiguió todo esto mitigar la sexualidad cubana? No. Entre otras cosas porque, aparte de nuestra predisposición cultural a la promiscuidad, el régimen socialista se regía por el ateísmo y el materialismo. Al final, por unas u otras razones, el resultado es que, por lo general, los cubanos tenemos un sentimiento de culpa bastante escaso, y eso ayuda. Así que cualquier comparación con algunos países del Este o con el franquismo no tiene recorrido. No recuerdo si leí en algún lugar, o alguien me contó, que Fernando Fernán Gómez se estuvo leyendo las memorias de Reinaldo Arenas durante un rodaje. Y que un día, en un descanso, comentó que, incluso en sus días escondido y prófugo, este había tenido más sexo que cualquier españolito medio durante toda su vida bajo el franquismo.

    Llegados a este punto, tengo el deber de prevenirte sobre una visión extendida de la sexualidad cubana que le debemos, en buena medida, a los intercambios propios del turismo global. Esa idea de una sexualidad interesada que siempre se pone en juego con extranjeros, cuando lo cierto es que entre los cubanos ha habido mucho sexo desde edades muy tempranas y, encima, sin pagar nada por ello. En la Cuba que yo crecí, el sexo era un capítulo de las relaciones, pero no el colofón de estas, ni el más recóndito, ni siquiera el más importante. Muchos extranjeros creen que, por entregarse a ella, los cubanos le dan una gran importancia a la sexualidad, cuando en realidad a mí me parece que esa abundancia erótica existe, justamente, porque no se la damos.

    ¿Qué haces durante años y años internado en becas mixtas, conviviendo con 600 adolescentes obligados a hacer cosas de adultos, como trabajar diariamente en el campo, aguantar tabarra ideológica cada mañana en los matutinos, hacer guardias nocturnas, limpiar los albergues o fregar la cocina? Pues darte placeres de adulto, como el ron y el sexo. De un sistema que mueve grandes masas de población de un lado a otro, y con Dios o la familia bien lejos, tú puedes esperar muchas cosas, pero no una vida monacal.

    Arenas describe muy bien la mezcla de esas movilizaciones del campo a la ciudad, y de la ciudad al campo, con el desenfreno sexual. Incluso los movimientos actuales LGTBIQ que conozco, y que son muy persistentes en sus reivindicaciones, no han despojado sus políticas sexuales del erotismo. Cuando leo a escritoras tan distintas como Legna Rodríguez Iglesias, Jamila Medina Ríos o Martica Minipunto encuentro una posición feminista recurrente, pero también una sexualidad que lo genérico ha podido complicar, pero en ningún caso menguar.

    Y bueno, ahora sí queda toda la gama de prostitución directa o encubierta que acompaña el turismo y las propias relaciones entre cubanos en la actualidad, en las que los intercambios tienen muchos matices de intereses y de placeres. Y que son bastante más ricos que muchas letanías cinematográficas o literarias gobernadas por una economía de la cultura que machaca, una y otra vez, el mismo estereotipo con diferente collar. Si te enfrascas, pongamos, en una coproducción entre una plataforma europea con el cine cubano, tienes la obligación de equilibrar el reparto. ¿Y qué es lo más socorrido? El enésimo encuentro entre foráneos y nativos en el que no falta ese sexo propio de una cultura de servicios atada al monocultivo del turismo, al que yo no veo como un sustituto de la plantación, sino como su actualización.

    En libros anteriores como Inundaciones te habías mostrado ya bastante crítico con la aceptación acrítica de muchos espectadores de la apropiación del son realizada por Wenders —y la «gerontocracia musical» de Compay Segundo. Al hilo de los debates sobre apropiacionismo cultural, ¿crees que está cundiendo una relación más razonable y menos apropiacionista entre la música cubana y la española?

    Aquí se me cruzan reacciones distintas, que van desde alegrarme por el hecho de que esos músicos salieran de su precariedad y olvido, hasta afrontar asuntos más escabrosos, como el rastro colonial o alguna usurpación que el apropiacionismo siempre deja por el camino. Casualmente, durante la cuarentena volví a escuchar detenidamente Buena Vista Social Club y siguió pareciéndome un disco impecable, prácticamente capaz de desactivar cualquier crítica… aunque no la mía. La primera versión de ese capítulo que aparece en el libro, «El canto de los morenos», lo escribí hace quince años y mantengo bastante de lo que pensaba entonces, cuando comparé las aproximaciones al son de Ry Cooder, David Byrne o Santiago Auserón. Sus distintas maneras de ser abducidos por el canto de las sirenas o el hechizo ejercido sobre ellos por el paisaje sonoro de Cuba: ese soundscape del que habla Murray Schaffer, o esa sonoesfera de la que escribe Sloterdijk, que en el caso de las islas puede ser, si cabe, más intenso. No digamos ya el poder de atracción de una cultura que ha dado al mundo decenas de géneros musicales.

    En Buena vista Social Club, Ry Cooder cree haber encontrado una pureza musical, puesto que entiende el son cubano no sólo como algo «natural», sino también rural, en oposición a una música rock de la que se siente hastiado. Todo lo contrario piensa Auserón, quien capta el momento urbano del apogeo de ese son (ese salto del conuco al pueblo) y el enriquecimiento que este puede representar para al rock en español, tanto por sus letras como por los fraseos del tres o la guitarra. Digamos que si Ry Cooder intenta mantener las raíces bajo tierra, Auserón —en la línea rizomática de su maestro Deleuze— trata de echarlas «al viento». Estas operaciones tenían antecedentes ilustres. Ya Pablo Milanés había lanzado los tres discos de su colección Años, un monumento al son oriental en el que participaban viejos maestros como Cotán, Luis Peña o el mismo Compay Segundo, y que fue ignorado olímpicamente por el mercado. Otro músico que había trabajado en ese rescate, y que formó parte de Buena Vista Social Club, Juan de Marcos González, acabó bastante quemado con Cooder, mientras que algunos protagonistas de la timba (un género urbano en el que se mezclan a la brava salsa, música afrocubana, jazz y rap) interpretaron esa estrategia como una negación de la modernidad de la música cubana. Fuera de Cuba, Marc Ribot y Los cubanos postizos ya habían grabado su homenaje a Arsenio Rodríguez, el ciego maravilloso, y Rei Momo, de David Byrne, es un precedente de su antología posterior Dancing With The Enemy. Si te remontas en el tiempo, encontrarás a Gershwin interactuando con Matamoros y María Teresa Vera en los años treinta, justo cuando compone su famosa Obertura Cubana. O a Xavier Cugat, un «apropiador» en toda la regla por el que muchos músicos cubanos sentían cariño y agradecimiento.

    Ahora bien, la impronta de Buena Vista Social Club es tan poderosa que incluso en el documental de Oliver Stone sobre Fidel Castro, la banda sonora remite continuamente a esas músicas previas a la Revolución. Ni Nueva Trova, ni timba ni rap ni nada surgido de las muy buenas escuelas de música que llevan sesenta años graduando miles de intérpretes acompañan los pasos del Comandante.

    En cuanto a tu pregunta sobre España… Creo que, exceptuando al flamenco y al jazz, o a experimentos como el de Auserón, o algún proyecto de Fernando Trueba, por lo general la recepción de la música cubana aquí ha estado sobrecargada de estereotipos y muy marcada por la conexión con las expectativas del turismo. Revistas como El Manisero duraron pocos números, y la apuesta por la salsa en los noventa y principios del siglo XXI fue bastante errática, difícil de sostener económicamente y arrasada finalmente por el reguetón, que tampoco requiere una infraestructura ni una complejidad como la de las orquestas.

    Históricamente, en España la gran estrella de la música cubana fue Machín, que lo apostó casi todo al baile de salón en momentos de una eclosión experimental de esa misma música en Cuba, México o Estados Unidos, con Pérez Prado innovando con el mambo o un monstruo como Benny Moré llegando a incorporar el ska. A esto se pueden añadir orquestas como la Sonora Matancera (que tuvo solistas como Daniel Santos o más tarde Celia Cruz), a un superdotado como Roberto Faz, a los prólogos del latin jazz que se insinuaban en la descarga cubana, o a un pianoman tan peculiar como Bola de Nieve…

    En la España de hoy, a veces da la impresión de que la música cubana contemporánea no existe. Grupos de pop como Habana Abierta o Picadillo, que llegaron a tener una escena más o menos fija en Madrid no se sostuvieron, y para encontrar artistas que hayan podido mantener una carrera tendrías que buscar a Lucrecia, los hermanos Tieles (profesores y concertistas de clásica), a Leo Brouwer durante el tiempo que dirigió la Orquesta de Córdoba, a la conexión de Alain Pérez con el flamenco o a un jazzista como Omar Sosa (que vive en Barcelona aunque toca por todos lados). Y, por supuesto, está Radio Gladys Palmera, que ha asumido esa música tanto en su historia como en su contemporaneidad.

    También tengo que decir que a la música contemporánea española le va mucho peor en Cuba, un país que, por una parte, se autoabastece de sus propios productos musicales y que, por otra parte, ha girado sus antenas hacia Puerto Rico o Miami a la hora de buscar unos referentes musicales que hoy acaban cruzándose casi siempre con el reguetón.

     

    A propósito de los procesos de «apertura» —no sé si decir de ‘Glasnost tropical’— hablas del «postcastrismo castrista». ¿Es esta la perspectiva para los próximos años, un cambio formal en que se mantendrá el estatus de la vieja casta política?

    Hay que distinguir entre perestroika y glasnost (dos vocablos rusos que puso en órbita Gorbachov), como hay que distinguir entre capitalismo y democracia (que aunque te los sigan sirviendo juntos cada vez vienen menos revueltos). La perestroika (reconstrucción) remite básicamente a reformas económicas, mientras que la glasnost (transparencia) implica la apertura política, mediática y cultural que en teoría debería acompañar esas reformas económicas. La primera refleja la apertura del Estado al mercado. La segunda, la apertura del Estado a la sociedad.

    En Cuba, más que una glasnost tropical, lo que hoy tiene lugar es una especie de tanteo de perestroika que tolera o alienta algunas áreas de capitalismo de Estado donde no llegan todavía noticias de apertura política. Esto no quiere decir que yo crea que Cuba se va a plantear a corto plazo una democracia liberal de la que Occidente, por otra parte, está dimitiendo a marchas forzadas. Es que ni siquiera se asumen los atisbos de pluralidad que tienen las discusiones de los propios socialistas. Así que, por un lado, tienes la férrea unanimidad del parlamento con la que la casta sella su continuidad política castrista («Somos continuidad» es el eslogan). Por otro lado, tienes la exhibición de la nueva riqueza que puedes encontrar en Instagram, donde parte de esa casta alardea de una ruptura económica que ya es postcastrista.

    Lo que sí parece irreversible es que los cubanos estamos viviendo el fin de cualquier idea de un proyecto eterno. Tanto del socialista, que decía que el futuro pertenecía por entero a este sistema, como del capitalista, cuya memoria material en Cuba, con esos refrigeradores y carros antiguos que siguen en uso, es la de artefactos que estaban hechos «para siempre». Se ha pasado de la escala heroica a la escala humana. O a la escala cubana, que es la medida de la que he intentado servirme para armar este libro.

    (*) El autor de esta entrevista, Eloy Fernández Porta (Barcelona, 1974), ha publicado los libros de crítica cultural Afterpop, Homo Sampler, €RO$, Emociónese así, En la confidencia y, en catalán, L’art de fer-ne un gra massa. Galardonado con el Premio Anagrama y el Premio Ciudad de Barcelona, ha realizado sesiones de spoken word con Agustín Fernández Mallo y ha sido traducido al inglés en la editorial Polity Press. Esta entrevista apareció originalmente en la revista Contexto, medio asociado de El Estornudo.

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    1. Los músicos de la Isla que han tocado y cantado aquí en España en los últimos tiempos han venido a ganarse la vida, a hacer dinero, de cultura poco, muy bajo nivel, llegaron muertos de hambre y para salir de la miseria no se hace cultura. La cultura es otra cosa: creación viva. Cuando la asocias a la rentabilidad se pierde y estropea, se vanaliza, eso es lo que ha ocurrido en los últimos tiempos a la cultura cubana en España. Un verdadera pena. Creo que la cultura cubana se ha quedado por la Isla. Y ahora al perecer en la música se la ha tragado el regueton, para ponerle la guinda al pastel, aunque es un fenómeno en casi toda latinoamerica.
      Saludos [email protected]

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