Rodney Alcala, artista menor

    Blando, casi líquido, se derrumba el mediodía sobre la espuma de Huntington Beach. Es el 20 de junio de 1979 y el verano comienza a las 7 y 56 de la tarde siguiente. Con el pelo retorcido en el aire, Rodney Alcala toma fotos de muchachas y muchachos tumbados al sol, adolescentes con los pies hundidos en las olas que desaparecen en la arena como lenguas de fantasmas, niñas y niños correteando sobre la superficie húmeda y tibia.

    Once años atrás, a menos de 50 millas de ahí, un policía había violentado de un golpe la puerta de su apartamento en Hollywood, y Rodney había tenido que escapar por una salida trasera hasta llegar a Nueva York. Recién graduado de la UCLA en Bellas Artes, lo primero que hizo cuando llegó a la ciudad fue buscar piso y matricular cine en la NYU. Rodney, ahora John Berger, deseaba con todas sus fuerzas impresionar a Roman Polanski, su profesor, con los retratos de jóvenes hermosas que se encontraba en el metro o en las esquinas de Manhattan o en los bancos del Central Park, y que llevaba luego a su apartamento para hacerles mirar a la cámara como quien mira a un mismo tiempo al pasado y al futuro: una mirada circular en la que, cuando parece que el alma va a compadecer al cuerpo, es el cuerpo el que se adelanta a patear el alma. Pero trágicamente no lo consiguió.

    Durante los veranos, Rodney, o John, se iba a las montañas de New Hampshire para refrescarse los pulmones con aire limpio mientras trabajaba allí como consejero de jovencitas en un Campamento de Arte y Teatro. El tiempo libre lo utilizaba para meditar sobre la fotografía y sobre el rostro de las demás obsesiones de su vida. Fue una de estas jovencitas, sin embargo, la que terminó reconociendo en el rostro de Rodney, o de John, la obsesión del oficial que tres años atrás había derribado la puerta de su apartamento en Hollywood, y que había logrado posicionar a Rodney Alcala dentro de la lista de las diez personas más buscadas por el FBI. «¡Oh, dios mío, si es el señor Berger!», exclamó ante la foto que colgaba en la oficina de correos más cercana. Puesto inmediatamente en custodia y devuelto a Los Ángeles, Rodney se dedicó a aguardar el juicio.

    Chris Camacho declaró que aquella mañana de 1968 era sin dudas una mañana hermosa. Su ronda apenas comenzaba, manejaba tranquilo por Sunset Boulevard y tomaba su café cuando recibió una llamada sobre un auto beige sin placas que había estado siguiendo a una niña por esa misma calle y la había llevado hasta una locación en De Longpre Avenue. Camacho se apresuró en llegar al apartamento tanto como pudo. Tocó a la puerta y gritó «¡Policía. Abra, necesito hablar con usted!» Un hombre asomó el rostro y dijo que venía de la ducha y que necesitaba vestirse. «Ok», contestó Camacho, «tiene diez segundos». Pero pasó el tiempo, así que Camacho tiró la puerta a patadas y la imagen, dijo, siempre estará conmigo: el cuerpo de una niña pequeña con las piernas abiertas dentro de una piscina de sangre en la cocina, y sobre el cuello una barra de metal. «Estaba muerta, realmente pensé que estaba muerta. Lo busqué desesperado por la casa y cuando regresé a la cocina vi cómo ella se atragantaba intentando respirar».

    La familia de Tali Shapiro, la niña de ocho años que caminaba rumbo a la escuela cuando Rodney le ofreció un aventón en su auto beige sin placas, se la había llevado a vivir a México. Sin el testimonio de Tali, las cosas se tornaron increíblemente prometedoras para Rodney, que al declararse culpable de un cargo menos agresivo que el intento de homicidio en primer grado (abuso sexual de menores), y aceptar registrarse como delincuente sexual, negociaba un trato que en menos de 34 meses lo ponía de nuevo libre en las calles de América. Y como hombre libre que era, Rodney se dedicó a hacer las cosas de todos los hombres libres: buscarse una novia, fumar un poco de yerba y conseguirse un trabajo honrado.

    Su nuevo oficio como tipógrafo en Los Angeles Times lo hacía feliz, pero en muy poco tiempo una envidia silenciosa empezó a caminarle por debajo de la piel como una aguja perdida, mientras corregía las páginas que durante esos años el periódico le dedicaba al Estrangulador de la Colina. A veces fantaseaba con la idea de que la gente lo confundiera con él, pero la mayor parte del tiempo se resentía de la atención histérica que provocaba el otro. Entonces Rodney intentó emularlo, y hubo días en que corrigió páginas en las que El Estrangulador de la Colina se anotaba invencible sus propios triunfos, los de Rodney. Ahí lloraba de ira sobre el molde, hasta que decidió tomar partido por sí mismo y al año siguiente apareció como uno de los concursantes de The Dating Game.

    De un lado del escenario está el presentador; del otro, tres hombres aún jóvenes. En el medio, una pared de cartón. El presentador dice: «Nuestro bachelor número uno es un exitoso fotógrafo cuyos inicios se remontan al día en que su padre lo encontró en un cuarto oscuro a la edad de trece años, completamente revelado» (el público ríe). «Entre tomas se le puede encontrar haciendo paracaidismo o motociclismo. ¡Por favor demos la bienvenida a Rodney Alcala!» (el público aplaude). El presentador continúa introduciendo a los otros dos concursantes y luego la bachelorette, Cheryl Bradshaw, sale de entre bastidores y se coloca a su lado. El presentador le advierte que le puede preguntar todo lo que quiera a los tres concursantes, excepto su nombre, ocupación o ingresos. Más tarde dice: «Bachelor número 1, ¿le podría decir hello a Cheryl, por favor?» Rodney mueve la cabeza hacia un lado como si ya hubiese ganado el juego y este, en vez de ser el principio, fuera el final, y dice desde el otro lado de la pared de cartón: «We´re gonna have a great time together, Cheryl» (el público ríe). Cheryl, en efecto, no puede resistirse al encanto de Rodney, que ríe con la más inquietante de las carcajadas humanas cuando Cheryl lo elige entre sus oponentes. Una carcajada de la que se han dicho algunas cosas, en la que se invoca siempre, sin falta, al mal. Aunque podría decirse que mientras sus ojos negros se entrecierran como dos fisuras del horror, la carcajada de Rodney Alcala es también el triunfo de un niño sobre no se sabe qué.

    Y aunque fue de ese modo en el que Rodney se labró una identidad propia, el 20 de junio de 1979 nadie lo conocía aún como The Dating Game Killer. De manera que ese fotógrafo cuyos rizos oscuros se agitan en el viento salado de Huntington Beach, armoniza perfectamente con el comienzo del verano. Robin Samsoe y Bridget Wilvurt, ambas de 12 años, miran las olas desde un pequeño acantilado. Rodney se acerca y les pregunta si les puede tomar un par de fotos para un concurso en el que participa. Robin responde que claro. Rodney toma una foto de Robin primero y una de Bridget después. Luego toma una foto de las dos juntas. Una vecina ve a las niñas desde lejos y se acerca para ver si todo está en orden.

    Reza la historia de Bridget Wilvurt que Rodney, con la cámara en las manos, bajó la cabeza y desapareció tan pronto que a ella le pareció ver humo en donde habían estado sus zapatos. Las niñas se asustan y regresan caminando hasta la casa de Bridget, cerca de allí. Robin empezaba ese día su primer trabajo. Respondería llamadas en un estudio de ballet a cambio de lecciones gratis, y ya se le hacía tarde. Bridget le dice que tome su bicicleta y pedalee sin detenerse. Pero en algún punto de su ruta Robin Samsoe definitivamente se detiene, y ese día no llega al estudio.

    El 2 de julio la policía le informa a la madre de Robin que creen haber encontrado el cuerpo de su hija en un bosque a poco más de 40 millas de allí. La madre pide ver. Un oficial le responde que no pueden hacer eso. «¿Por qué no?», dice la madre. El oficial explica que les ha tomado tres días identificar el cuerpo. La madre, enfurecida, pregunta qué es lo que está mal con ellos, cuántas niñas de pelo largo y rubio desaparecen por allí para que les haya tomado tantos días. El oficial la sujeta por los hombros y le dice que no había ningún pelo.

    Doce días más tarde, con el retrato hablado de Bridget Wilvurt, la policía detiene a Rodney Alcala. Al registrar su casa encuentran el recibo de un casillero de almacenamiento a su nombre en Seattle, con fecha del 11 de julio. El casillero es en realidad un altar bajo el cielo asfaltado de la punta noroeste de los Estados Unidos, una caja de ofrendas enterrada en el cuerpo gris de la ciudad: más de mil fotos de mujeres muy jóvenes (excepcionalmente hombres muy jóvenes) que miran a la cámara sin miedo pero sin muchas esperanzas tampoco, miradas circulares que no parecen estar a la vuelta ni a las puertas de nada, porque se entiende que no van a ningún sitio, sino que son el túnel gelatinoso por el que se viene arrastrando una sombra.

    Bajo las fotos hay una pequeña bolsa de seda llena de pendientes. Entre los pendientes hay un par de bolas de oro que pertenecen a la madre de Robin y que Robin solía usar. En el juicio esta es la única evidencia física que conecta a Rodney Alcala con el cuerpo de Robin Samsoe. El jurado condena a Alcala y lo sentencia a muerte. Poco después La Corte Suprema del Estado de California dictaminaría que Alcala no había recibido un juicio justo, y en 1986 volvería a ser enjuiciado y sentenciado a muerte. Durante los siguientes años realizaría múltiples apelaciones y en 1994 publicaría un libro: You, the Jury, en el que se declaraba inocente y acusaba al estado de California de no proporcionarle una dieta baja en grasas. En el año 2001 un Tribunal Federal de Apelaciones revocaría su sentencia por segunda vez, y en el 2010 Rodney Alcala, de 66 años, estaría listo para enfrentar su tercer juicio por el asesinato de Robin Samsoe.

    A esta acusación, sin embargo, ahora se sumaban otras cuatro. Entre noviembre de 1977 y junio de 1979 cuatro mujeres fueron halladas en Los Ángeles tras haber sido golpeadas, violadas y estranguladas: Jill Barcomb, de 18 años, en un barranco a la orilla de Mulholland Highway; Georgia Wixted, de 27, en su apartamento de Malibu; Charlotte Lamb, de 32, en el cuarto de lavado de un edificio de apartamentos en El Segundo; y Jill Parenteau, de 27, en su apartamento de Burbank. En un inicio algunos de estos asesinatos fueron adjudicados al Estrangulador de la Colina (detenido a principios de 1979 y devenido no en uno, sino en dos individuos, primos entre sí, que operaban en conjunto en la zona), pero para el 2010 estaba claro que las cuatro escenas del crimen compartían un elemento común que trascendía su formato: el ADN de Rodney Alcala.

    La sala se llenó de reporteros fascinados por The Dating Game Killer, quien compareció allí no solo en calidad de acusado, sino también como abogado de la defensa. No como una persona que se representaba a sí misma, sino como dos personas: una que se defendía como acusado y una que defendía al acusado como defensa. En su primera intervención, Alcala reforzó los tonos más graves de su voz y dijo: «Rodney, por favor, ¿nos contarías sobre tu pelo?» Entonces una voz más suave, obediente, pasó a explicar cómo el cabello espeso y ondulado que él lucía en 1979 difería de aquel que se mostraba en el retrato hablado que la policía de Huntington Beach comenzó a circular después del día de la desaparición de Robin Samsoe.

    Durante el juicio Rodney Alcala, autoritario, preguntaba muchas cosas que Rodney Alcala, meticuloso, respondía. De alguna manera se le escuchaba hablar sobre cómo él, a través de sus conocimientos de geometría y trigonometría, era capaz de estimar la hora en que una foto había sido tomada usando el ángulo de las sombras. Cuando la fiscalía preguntó por las cuatro mujeres estranguladas, Rodney solo atinó a responder que no recordaba en lo absoluto haber estrangulado a ninguna de ellas.

    Su obsesión, visiblemente, era Robin Samsoe. Así que cuando la defensa pasó a llamar a su testigo al estrado, el nombre que se escuchó fue el de la madre de esta, Marianne Connelly. «¿Es verdad que usted, según se dice, trajo un arma al primer juicio?», le preguntó Alcala. La sala calló y la madre de Robin Samsoe respondió afirmativamente. Una bala entre los ojos deseaba más que nada en el mundo colocarle la madre.

    En otro momento se dirigió a la más efectiva de las cartas de la fiscalía, Tali Shapiro, la niña de ocho años que caminaba a la escuela cuando Rodney le brindó adelantarla en su auto. «Yo no debo hablar con extraños», le había dicho Tali más de 40 años atrás, «Pero yo conozco a tu familia», le había respondido Rodney mientras manejaba despacio a su lado por Sunset Boulevard, de modo que Tali había montado en su auto, siendo esto lo último que recordaba de su niñez en los Estados Unidos, antes de mudarse a México. Terminado el testimonio, Alcala, como abogado de la defensa, preguntó si ella recordaba que él se hubiera disculpado en alguna ocasión. Shapiro dijo que no. Entonces él levantó la voz, una voz extraña que no se sabía si provenía del territorio de la defensa o del territorio del acusado o de territorio alguno, para decir que sinceramente se lamentaba y se disculpaba por sus despreciables acciones ese día.

    Por último, cerca de las cuatro de la tarde, Alcala se acomodó el pelo detrás de las orejas y les dijo a todos que quería mostrarles algo. Unos segundos después comenzó a escucharse en la sala un fragmento de Alice’s Restaurant, el talking blues de Arlo Guthrie que desde 1967 se había convertido en un himno de Acción de Gracias en los Estados Unidos. Hacia el final, la garganta de Arlo resonaba temblorosa, como si fuese un hipódromo de piedras por el que se desbocan los cascos de las palabras: «I wanna kill, I wanna kill, I wanna see blood and gore and guts and veins in my teeth. Eat dead burnt bodies. I mean, kill, kill, kill, kill.» Y Rodney Alcala fue sentenciado a muerte.

    Para ese tiempo sus huellas digitales habían sido conectadas también a dos asesinatos en la ciudad de Nueva York, la cual dejó caer sobre él dos cadenas perpetuas simultáneas por los homicidios de Cornelia Crilley (1971) y Ellen Hover (1977); dos cadenas perpetuas que recaían en realidad sobre John Berger, ese otro muchacho que emergía desde el fondo de sus obsesiones cuando atravesaba el país hacia el este. En el 2010, antes de iniciarse estos procesos y concluido el juicio de California, varios departamentos de la policía en el país publicaron más de 100 de las fotografías que 30 años atrás se habían encontrado en un casillero de Seattle, con una nota que explicaba que las otras 900 fotos no eran publicables debido a su carácter «demasiado explícitamente sexual».

    En muy pocos días la policía recibió más de cincuenta llamadas, clasificadas básicamente en dos formatos: mujeres mayores que se identificaban como modelos de las fotos, y hombres y mujeres que decían reconocer en las imágenes a familiares desaparecidos más de tres décadas atrás. Pero no fue hasta el 2013 que se pudo conectar inequívocamente un caso frío de Granger, Wyoming, con una de aquellas jóvenes. Christine Thornton, embarazada de seis meses, posa tranquila sobre una motocicleta mientras el pelo castaño le tapa casi los ojos. El terreno es árido. Cerca de él los huesos fueron hallados junto a las ropas en 1982. El Laboratorio de Delitos del Estado de Wyoming estableció que habían estado a la intemperie al menos por cinco o seis años.

    Recluido desde 1980 en San Quentin State Prison, California, la lista de posibles víctimas de Rodney Alcala fluctúa entre ocho y 130. Su nombre, sin embargo, permanecerá invisible bajo el peso de las leyendas de Ted Bundy o Jeffrey Dahmer. La galería de 110 fotos, colgada en internet, es una oda a la belleza inconmensurable del cuerpo, del rostro y del alma joven, pero es sobre todo un juego de azar en el que se prefigura algo así como la buena o la mala suerte, «the sacred geometry of chance».

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