La condición de fantasma

     

    «No son los males violentos los que nos marcan, sino los males sordos, los insistentes, los tolerables, aquellos que forman parte de nuestra rutina y nos minan tan meticulosamente como el Tiempo.»

    Emil Cioran, Ese maldito yo (1986)

    Idalia Morejón es una no-escritora cubana. No vive en la isla, no publican entrevistas suyas en los periódicos, no aparecen sus cuentos o sus poemas en las páginas de las revistas literarias, no pertenece a ninguna organización gubernamental, se ha borrado su paso investigativo como si se tratase de la capilla de polvo sobre un mueble que alguien sopla, no cuenta con una ficha en la página EcuRed. Cuando vivía en Cuba, cometió onerosos pecados: defenderse de la asfixia y permanecer fiel a los amigos y a sus creencias.

    Su literatura, en realidad, poco importa: no interesan sus ensayos, la calidad de su poética o de su narrativa. No es un mérito que se haya doctorado en Integración de América Latina en la Universidad de São Paulo, ni que, actualmente, sea profesora allí de Literatura Hispanoamericana. Como si hablásemos de un patrimonio privado, el gobierno cubano ha decidido que Idalia, simplemente, no sea. En consecuencia, no tiene permitido el acceso a hemerotecas o archivos cubanos. Cuando solicitó un libro, dos, en la Biblioteca Nacional José Martí, nadie lo encontró para ella, tampoco el tercero, el cuarto, el quinto. No puede establecer vínculos profesionales con instituciones cubanas con el fin de concretar sus proyectos investigativos.

    Pero fuera de ese cerco donde todo es rémora, Idalia Morejón Arnaiz (Santa Clara, 1965) es una reconocida académica, voz autorizada en la discusión sobre los años sesenta en Latinoamérica, respetada, con una obra sólida, también en la ficción, numerosos libros publicados que hablan por ella y sobre ella, y hablan rigurosamente bien. La integridad que ha mantenido, consigo misma en primer lugar, basta para comprender dónde se localiza el odio (que es también el miedo) de un Estado contra algunos escritores de su nación.

    ¿Cómo puede pensarse que sin esa integridad hubiese Idalia sorteado cinco años sin recibir un salario fijo en Cuba, cesada de toda posibilidad de empleo, cobrando una colaboración cada tres meses, sobreviviendo con trabajos dignos pero insolventes? ¿Cómo se vive bajo la condición de refugiada? En eso pensaba tras colgar la llamada por Whatsapp que me acercó a Idalia, luego de varios generosos intercambios por email.

    ¿Cómo ocurrió su inserción en el panorama editorial cubano y cuál era su visibilidad en el ámbito literario?

    Fue una inserción que vino a través del vínculo afectivo con amigos del grupo PAIDEIA, en específico con Omar Pérez, Ernesto Hernández Busto, Atilio Caballero, Radamés Molina y Rolando Prats. Como algunos de ellos, comenzaba entonces a traducir, a escribir poemas, artículos y ensayos: uno que presentaba a Bukowksi, con traducciones de Omar (inédito), y otro sobre Cioran, que serían publicados en ediciones de Naranja Dulce que no se concretaron, puesto que el suplemento fue cancelado con el manido argumento de la escasez de papel. Ernesto consiguió que el artículo sobre Cioran saliera en la sección «Los raros», de El Caimán Barbudo, en abril de 1990, cuando ya PAIDEIA había sido desarticulado por la Seguridad del Estado. En esa década trabajé como editora de la revista Proposiciones, de la Fundación Pablo Milanés (otro proyecto fracasado), y después como redactora de la sección «Textos y Pretextos» de la revista Unión. Fueron esas revistas las que de cierto modo me hicieron visible; desde luego, apenas para los lectores de esas publicaciones, en las que también publiqué ensayos sobre Alejandra Pizarnik y Sylvia Plath, además de reseñas y artículos sobre poesía cubana. A finales de los 90, recién llegada a São Paulo, El Caimán publicó mis notas sobre la reacción antiorigenista en Lunes de Revolución, resultado de una beca de investigación de la Asociación Hermanos Saíz. Ya en el 2000 apareció el único libro mío en Cuba, Cartas a un cazador de pájaros (Letras Cubanas], que presenté a la convocatoria de Pinos Nuevos, con el incentivo de Víctor Fowler, que en una cola del Agro de la calle San Bernardino, en Santos Suárez, en la cual coincidimos, me convenció de que reuniera los ensayos sobre mujeres que venía escribiendo, y también gracias a Omar Pérez, cuyo estímulo fue fundamental, y con quien mantenía, y mantengo hasta el presente, lazos muy estrechos de colaboración artística e intelectual. Había entregado el libro a la editorial Letras Cubanas poco antes de salir de Cuba, en noviembre de 1997, y el editor Rinaldo Acosta me recomendó que lo dejara inscrito para la selección de Pinos Nuevos. Salió cuando llevaba más de dos años en Brasil. Es un libro de ensayos sobre mujeres poetas, sobre la condición femenina en diversas épocas y lugares.

    Idalia Morejón/Cortesía del entrevistado
    Idalia Morejón, Roberto Uría y Guillermo Loyola, julio de 1989. Foto: José Ramón Neyra. Cortesía de la entrevistada.

    Me contaba que sus textos, en varias ocasiones, fueron mutilados en Cuba. ¿Podría especificar de qué textos se trataban? ¿Dónde iban a ser (o fueron) publicados? ¿Cómo ocurrieron esos incidentes? ¿Le comunicaron en algún momento las causas? ¿Quién se lo comunicó? ¿O simplemente hicieron las modificaciones sin previa consulta?

    Al artículo sobre Cioran le sacaron la última frase, en la que afirmaba que Cioran escribía «contra las apologías que tratan de hacer del hombre un animal feliz»; en el artículo sobre Orígenes y Lunes omitieron las menciones a Fidel Castro cuando me refería a Palabras a los intelectuales y otras palabras y frases que ahora no recuerdo, pero en mis archivos conservo los originales. En ningún caso fui avisada o consultada. En la revista Proposiciones sí habíamos sido avisados por su director, Víctor Águila, de que no podíamos emplear la palabra Revolución, y mucho menos citar nombres de dirigentes políticos, ni hacer críticas a las instituciones de la cultura. De igual modo en la revista Proposiciones Víctor Águila esquivó las colaboraciones de Diáspora(s), o de los artículos sobre rock, por ejemplo. Esos materiales me fueron entregados directamente por Carlos A. Aguilera, Almelio Calderón y Eduardo del Llano. A este último le había hecho una extensa entrevista cuando acababa de publicar su primer libro sobre Nicanor O’Donnell y en ella hablaba no solo de ese libro, sino de los que tenía inéditos, así como del trabajo del grupo «Nos y Otros», que en esa época causaba furor y escandalizaba por sus críticas bien humoradas y ácidas a la situación del país. En la revista Unión rechazaron un cuento de Enrique del Risco, «Letras en las paredes», así como un dossier que estaba organizando junto con Jorge Luis Arcos sobre el grupo Diáspora(s), además de una reseña que había escrito de la antología Mapa imaginario, organizada por Rolando Sánchez Mejías y financiada por la Embajada de Francia. Esas propuestas fueron rechazadas por algún censor que desconozco, puesto que al grupo Diáspora(s) le habían negado oficialmente su identidad como grupo. El hecho de que Arcos fuera en esa época el director de Unión no lo convierte en censor, puesto que esas decisiones no eran tomadas por él. Menciono aquí colaboraciones que no son mías, ya que fueron sus autores los que me buscaron para que sus textos aparecieran en las revistas, o porque yo personalmente se las había pedido; así que son actos de censura que también considero contra mí.

    ¿Puede especificar si, en los medios donde trabajó, vivió algún tipo de restricción? ¿Conoció, en algún momento, de la existencia —como parte de la política editorial o ley no escrita— de prohibiciones explícitas de temas/autores cubanos?

    Además de lo que ya te comenté sobre las revistas, puedo citar los nombres de Roberto Uría y Omar Pérez. Ambos habían recibido premios y/o menciones en concursos en la década del 80 y no tuvieron sus libros publicados. Algo de lo sagrado, de Omar Pérez, finalmente apareció por Ediciones Unión en 1996, gracias a la gestión de Jorge Luis Arcos. Uría no tuvo la misma suerte.

    ¿Podría ahondar sobre cómo se manifestaba «la vigilancia absoluta» que conoció en Casa de las Américas? ¿En algún momento fue usted una intelectual «vigilada»?

    Había funcionarios «de confianza» en algunos departamentos, cuyo contenido de trabajo incluía vigilar a los colegas y reportar a los jefes. Tampoco era posible fotocopiar documentos. En Casa de las Américas tuve la oportunidad de trabajar, en el año 89, en un encuentro internacional de editores de suplementos culturales de gran circulación en países como Argentina, Costa Rica, México, Colombia, Brasil, Ecuador, Haití, Puerto Rico, entre otros. Se llamó «Encuentro de Revisteros de América Latina». Una parte de mis atribuciones consistía en acompañar a los invitados a reuniones con escritores cubanos (recuerdo una en la sede de El Caimán, cuando todavía tenía su redacción en la calle Paseo, en la cual algunos invitados tocaron el tema de la censura y las respuestas de los jóvenes allí presentes no pasaron de discretos balbuceos), o, junto con Roberto Uría y Guillermo Loyola, hacer de cicerone de estos «revisteros» en el tiempo libre que les dejaba el evento. No dimos un solo paso por la ciudad sin estar acompañados por un agente de la Seguridad del Estado (este individuo, de nombre Fermín, aparece inclusive en las fotos de grupo que nos hicimos en un viaje a la playa El Mégano), y no vieron con buenos ojos que llevásemos a los invitados a conocer los comercios de la calle Galiano, entonces ya desabastecidos por completo. Este agente visitaba regularmente las instalaciones de Casa de las Américas y recogía información sobre los funcionarios, a través de los informantes de que allí disponía. Había un segundo agente, pero no recuerdo su nombre. Ambos venían del Ministerio de Cultura, que era su fachada. El control llegaba al punto de bloquear las informaciones que llegaban del exterior, en específico todo lo relacionado con el pensamiento liberal, ya fuera en libros, periódicos o revistas, que iban directamente a la oficina de Fernández Retamar. Recuerdo la ocasión en que llegó un número de la revista Vuelta con un artículo de Francis Fukuyama sobre el fin de la historia, que solo circuló entre los directivos y sus allegados. Esto, de hecho, era una práctica rutinaria; apenas ellos tenían acceso al discurso crítico contra el Estado cubano y sus instituciones o contra intelectuales como el propio Fernández Retamar. Ocurría constantemente con los artículos de opinión que hacían críticas muy bien fundamentadas a la izquierda latinoamericana, y en específico a la política del gobierno cubano.

    También en Casa de las Américas la Seguridad del Estado interfería en la vida personal de sus funcionarios, siempre atentos a las amistades con extranjeros, a los problemas de la vida privada, inclusive las relaciones amorosas de los funcionarios. Los más controlados por los agentes del orden eran los artistas y los homosexuales. Aquí se mezclaban los prejuicios propios de los militares con la mojigatería de la vieja guardia directiva, constituida sobre todo por mujeres, por antiguas niñas de bien de la capital o de provincias, como Chiki Salsamendi, Marcia Leiseca y Silvia Gil, o Lesbia Vent Dumois y Magaly Muguercia, cuyos orígenes desconozco. Cualquier cosilla era motivo de escándalo: en mi caso, no usar ajustadores, raparme la cabeza; en el de Atilio, llevar el pelo largo y calzar sandalias. Si recibíamos correspondencia personal en 3ra y G, esta iba primeramente a la secretaría de la Presidencia, donde las cartas eran abiertas, leídas, fotocopiadas, marcadas con el cuño de la institución, y luego entregadas abiertas a sus destinatarios. También vimos a las escondidas, después del horario de trabajo, películas como Muerte en Venecia o La última tentación de Cristo. Cuando algún funcionario viajaba y se quedaba en el exterior, como ocurrió con Carlos Espinosa (me refiero exclusivamente a aquello de lo que puedo dar testimonio), la vigilancia sobre sus amigos cercanos (no era mi caso en aquella época, pero sí el de Marta Cortizas, secretaria de la revista Casa) se hizo más intensa, sobre todo para tratar de obtener información sobre las motivaciones de esa «deserción» y el destino posterior de ese individuo.

    Durante los días del Premio Casa, un equipo de funcionarios ocupaba una habitación del hotel donde se hospedaban los invitados extranjeros; esa habitación funcionaba, y seguramente así funciona aún, como una suerte de estado mayor que controlaba tanto a los extranjeros como a los cubanos que se relacionaban con ellos. Desde luego, esto era camuflado con el pretexto de atender a las necesidades de los invitados.

    El caso más extremo que presencié en Casa de las Américas fue el de las sanciones públicas, que se aplicaban en algún intervalo laboral, en especial a la hora del café, y en las cuales se señalaba la «conducta impropia» de algún funcionario. Esto ocurría tanto con problemas personales (románticos inclusive) de los empleados (Desiderio Navarro), como con las posturas de apoyo a colegas injustamente separados de sus funciones, como fue el caso de Roberto Uría, quien llevó a juicio a la Casa de las Américas, e inmediatamente los amigos que fueron al tribunal como testigos de su defensa fueron sancionados, es decir, humillados públicamente. Sobre este episodio puedes leer algunos pasajes en el texto autobiográfico de Roberto Uría que aparece en la antología Escenas del yo flotante[1], o en sus declaraciones a El Nuevo Herald después de su llegada a los Estados Unidos como asilado político. Otro recuerdo: la tensión que provocó en 1990 la presencia de algunos miembros de Arte Calle en un evento que se realizaba el 4 de abril y al que eran invitados artistas y escritores jóvenes.

    En lo personal, hasta donde puedo saber hoy, no fui vigilada por ninguna actitud mía, sino por mis vínculos con amigos y compañeros de trabajo que sí se pronunciaban abiertamente sobre la política del Partido Comunista, y aquí cito una vez más a Roberto Uría y a Guillermo Loyola. Casa de las Américas sí intervino en mi vida a través de la Seguridad del Estado cuando decidí dejar la institución. Allí había que andar con pies de plomo.

    Idalia Morejón/Cortesía del entrevistado
    Idalia Morejón. São Paulo. Confinamiento 2020. Cortesía de la entrevistada.

    ¿Puede narrar cuál fue y cómo sucedió su nexo con PAIDEIA y si debido a su conjunción con el proyecto sufrió algún tipo de represalia o censura tanto en su obra como en su vida privada?

    No estuve directamente vinculada a PAIDEIA en tanto proyecto de política cultural; nunca participé de una reunión ni de un grupo de estudios, ni siquiera firmé la carta de apoyo al proyecto, que me fue presentada por Atilio Caballero sin que supiera de antemano de qué se trataba. Tampoco estuve en el parque Almendares ni jugué dominó con ellos, pero circulábamos por los mismos espacios y compartíamos experiencias formativas en diferentes niveles. Con los fundadores de PAIDEIA establecí en esa época una estrecha relación de amistad y de complicidad intelectual, tal y como lo he respondido en una pregunta anterior. Sí colaboré con el grupo facilitándole libros que obtenía en Casa de las Américas, como Todo lo sólido se desvanece en el aire, de Marshall Berman, o más tarde, cuando Omar Pérez y Rolando Prats habían sido reprimidos y castigados por fundar el grupo Tercera Opción, ayudé con fotocopias de libros, por ejemplo. Mi inserción en PAIDEIA se dio de manera extemporánea, cuando en 2006 edité para la revista Cubista Magazine, cuyo comité editorial integraba, el expediente que recoge todos los documentos del grupo, así como artículos y testimonios de sus fundadores, aproximadamente 15 años después de su intervención en el espacio público cubano de finales de los 80. Fue ese trabajo de recuperación de archivo lo que me colocó de modo anacrónico dentro del grupo.

    Cuando se ha referido a su «vínculo con militares e intelectuales que hacían oposición abierta al régimen»,[2] ¿habla de PAIDEIA u otros?

    Me refiero al coronel Álvaro Prendes, quien se integró a la Corriente Socialista Democrática Cubana, a la que también se había sumado Rolando Prats. Me refiero también a los integrantes de Tercera Opción: Omar Pérez, Rolando Prats y César Mora, y al escritor Roberto Uría.

    ¿Cómo ocurrió el proceso mediante el cual fue cesanteada en su trabajo en la Agence France-Presse (AFP)?

    Un agente de la Seguridad del Estado visitó en varias ocasiones las oficinas de AFP, conversó con el director de ese momento, Antonio Raluy-Gombaux, y le dijo que no podía mantenerme trabajando allí porque estaba empleada por Casa de las Américas. Curiosamente, también empezaba a trabajar en la Fundación Pablo Milanés y eso no les interesaba, pero la agencia de prensa extranjera sí. Aun después de salir de Casa de las Américas esa exigencia se mantuvo y después de un año y medio tuve que presentarme en las oficinas de Cubalse, en 5ta y 42, para rellenar un cuestionario —el archiconocido cuéntame tu vida— y al mes siguiente fui «oficialmente» dispensada con el argumento de que no reunía los requisitos necesarios para trabajar en ese lugar. AFP fue una de las agencias que divulgó las declaraciones del coronel Álvaro Prendes, así como lo había hecho con las acciones de PAIDEIA y del grupo Tercera Opción, justamente las personas con las que mantenía vínculos familiares o de amistad. De hecho, en las oficinas de AFP recibía con frecuencia a Omar Pérez, cuando salía de pase de la granja agrícola donde estaba confinado, y también a César Mora. Además de esto, había sido contratada por Bertrand Rosenthal, director de la oficina anterior a Raluy-Gombaux. Rosenthal había pasado de amigo a enemigo de Fidel Castro justo en el tiempo de la publicación de su libro Fin de siècle à La Havane, en el cual dedica algunas páginas a PAIDEIA y Tercera Opción.

    Su salida de Cuba puede considerarse como un exilio inducido debido a la insostenibilidad de su vida en la isla y al castigo contra su persona…

    Hubo un castigo a mi persona: no conseguir empleo en la esfera de la cultura. Lo intenté en el Instituto de Literatura y Lingüística, para lo cual realicé innumerables trámites sin que nunca me dieran una respuesta; lo intenté también en El Caimán Barbudo, con la mediación de Atilio Caballero, y el propio Fernando Rojas dijo que yo no era confiable para hacer periodismo en esa publicación. Nunca olvidaré la sonrisa de satisfacción de Fernández Retamar cuando se sentó junto a mí en un evento y me preguntó dónde estaba trabajando y le respondí que en ningún lado.

    Además de Cartas a un cazador de pájaros ¿ha existido algún tipo de acercamiento, petición o interés para publicar textos suyos en la isla? Me interesa conocer si se debe a una negativa suya, si nunca le han hecho una petición o si tiene que ver con derechos de autor, por ejemplo.

    No, nunca he recibido una invitación para publicar en revistas cubanas, salvo en La Noria, invitada por Oscar Cruz, y donde apareció en 2018 el cuento «Repatriada sin parar hasta las seis de la mañana»[3].

    Una vez exiliada era previsible —por como ha actuado tradicionalmente el poder gubernamental— que dejara de figurar o de ser visibilizada como una escritora cubana. Y aunque cuenta con una publicación tras su exilio, no aparece en la EcuRed, por ejemplo. ¿Ha conocido, además del silencio y el borrado de memoria, alguna acción concreta por demeritarla dentro de la isla? 

    Debido a trámites que tuve que realizar en Cuba en julio de 2012 descubrí que mis datos ni siquiera constaban en los registros de la policía. Había pasado a la condición de fantasma. El borrado de memoria aparece con claridad en las bibliografías de algunos libros y artículos que tratan sobre temas que yo había estudiado con anterioridad y que sí suelen ser citados por académicos y críticos que residen fuera de Cuba; el más relevante entre los que conozco «aparece» en El 71. Anatomía de una crisis, de Jorge Fornet. Otra excepción a la exclusión: una reseña de Jorge Domingo en Espacio Laical, sobre la edición de 2010 de mi libro Política y Polémica en América Latina. Las revistas Casa de las Américas y Mundo Nuevo. Es posible que existan referencias y que yo las desconozca.A partir de mi primera visita a Cuba en 2012 sí he recibido «recados» a través de terceros. En uno de ellos emplearon un lenguaje ofensivo y soez contra mi persona: fui calificada de puta y de traidora que no merece pisar la tierra donde nació, pues mordí la mano que me dio de comer; en otro he sido avisada de que no puedo establecer vínculos institucionales con fines de investigación académica.

    De cualquier modo, estos episodios no son mayores que la vida de cualquier individuo. En medio de toda la oscuridad que uno puede narrar existe precisamente lo opuesto, que es la claridad con que conseguimos reconocernos en esos momentos y salir adelante. Responder a tus preguntas es la prueba de que no soy un fantasma.

    Notas:

    [1] Aguilera, C. & Morejón, I. (2017). Escenas del yo flotante. Bokeh.

    [2] Morejón, I. (2007). «Las relaciones intelectual—Estado están anquilosadas», Cubaencuentro, (en: https://cutt.ly/Tp7RTyU)

    [3] Morejón, I. (2018). Repatriada sin parar hasta las seis de la mañana. La noria, 15, 20-25.

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    5 COMENTARIOS

    1. La entrevista de Melissa ha sido una verdadera sorpresa para mí. Tengo algunos libros de Idalia. La he seguido por años a través de la lectura. Leer este documento ha sido la confirmación de una vieja epifanía. Digo confirmación, porque conozco algunos de esos callados y discretos recovecos que definen su personalidad, su orientación y su creatividad. Acabo de comprar su cuaderno UNA ARTISTA DEL HOMBRE. Espero su llegada para leerlo con avidez y conectar subjetividades. Un abrazo fraterno.

    2. Wow, es cierto todo lo que ella dice! La Chiqui Salsamendi, Marcia, Lesbia, Magaly y otras chicas bitonguillas que se hicieron poderosas en la Casa desde jovencitas y rabiosas sicofantas de Haydée, en quién no sé qué podían admirar. Algunas llegaban al Olimpo (como la Leiseca, que se casó con Osmany y Lisandro Otero, aunque para ello había que tener un estómago capaz de comer excremento como fueron esos dos), pero para eso había que ser tan linda y elegante como ella, o la Muguercia. Su careta de chicas modernas era no más que una manera hábil para que los intelectuales ‘de afuera’, invitados, etc. las aceptaran mejor — en realidad, eran duras comisarias que funcionaron tan bien dentro del Partido Comunista como hubieran podido hacerlo en la Asociación de Moralidad de las Damas Católicas.

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