Narciso en Upsalón (1929-1933)

    EL RECUERDO MÁS ANTIGUO de la «inclinación griega» de Lezama, celosamente guardado por amigos cercanos, es su relación con uno de sus compañeros del Instituto bastante más joven que él: un español llamado Salvador Gaztelu, nacido en el pueblo navarro de Puente la Reina, cuyos padres, Joaquín y Ángela, emigraron junto a sus seis hijos (dos niñas y cuatro varones) en mayo de 1927, para establecerse en La Habana.

    Lezama siente de inmediato una atracción especial, no exenta de paternalismo, por aquel jovenzuelo al que repasa Literatura y con quien hace largos paseos por el Malecón, hasta la Bahía. De uno de esos recorridos, a finales de 1931, han quedado dos fotografías. No sabemos quién las tomó. Los jóvenes posan con despreocupada contigüidad, se trasluce cierta familiaridad física. Lezama, el más serio, lleva una estilográfica en el bolsillo del saco. Salvador está despeinado, con la corbata manchada y pose de garzón indolente. Atrás, olas revueltas y, a lo lejos, unas barcas.

    En la otra foto, el joven parece hosco y es Lezama quien insinúa una sonrisa mientras deja caer la mano blanda sobre los hombros de su amigo. En la derecha, sostiene un cigarrillo (ha empezado a fumar dos años antes, aunque la falta de aire ya lo obliga a una entonación anhelante de asmático, que da a todas sus frases un dejo interrogativo).

    Lezama con Salvador Gaztelu en la Bahía de La Habana (1931) / Foto: Cortesía del autor

    Por culpa de los recuerdos a media voz y los estrictos silencios familiares, sólo podemos especular sobre la relación entre Salvador y Lezama. Podría ser uno de los personajes que aparece en los poemas de Inicio y escape. Tal vez el Lysis de «Playa de Marianao», porque hay noticia de que allí también fueron los dos amigos. Y ese aire que despeina al jovenzuelo de la foto junto al mar recuerda el de “Nacimiento de La Habana”, el poema más lorquiano del primer Lezama:

    ¡Pero mira qué aire!

    Puñales, jacintos de torso acribillado,

    de torsos embistiendo las estatuas

    y de toros nadando por las fuentes

    y por el halago del aire.

    ¡Pero mira qué aire!

    ¡Míralo. Enciérralo.

    Discúlpalo!

    Que el aire pesa como plata

    hacia arriba.

    Como brazos de nieve

    hacia arriba.

    O quizás se trate del esquivo personaje de «Se esconde», que se refugia «triunfal en su cuerpo» junto al mar:

    Patinados espejos entre islas

    alzan tu frente en cielo navegable

    por sirenas de añil que mortecinas

    (entretejida lumbre de inmóvil océano)

    saltan de la prisión desvaída de las manos

    al exacto lamento de sus ojos.

    Salvador puede haber mencionado al amigo mayor un hermano suyo que, después de pasar el internado con los padres jesuitas en Navarra, ha entrado en el habanero Seminario San Carlos y San Ambrosio, a estudiar para cura. Se llama Ángel y también le interesa la poesía. Parece lógico presentarlos. Pero la única versión que tenemos del encuentro es menos deliberada: «un día saliendo del Seminario, en vacaciones, me los encontré a los dos conversando…» [41]

    El hecho es que ese verano de 1932, frente a una de las salidas del Seminario Conciliar, se reunieron los tres, Salvador, Ángel y Lezama, y el primero ofició de presentador. Quizá con orgullo, aunque es poco probable que previera el alcance de aquella introducción. Porque su hermano, aquel seminarista regordeto de mejillas sonrosadas que acaba de cumplir 18 años, acabará siendo el más fiel amigo de Lezama. Ángel Gaztelu se ordenará sacerdote en octubre de 1938, publicará un par de libros de poemas, oficiará en varias iglesias (San Nicolás de Bari, en Güines; Nuestra Señora de la Merced, en Bauta; Nuestra Señora de la Caridad del Cobre, en la playa de Baracoa, también en Bauta; y la Iglesia del Espíritu Santo, en la Habana Vieja) y terminará siendo conocido como «el cura de Orígenes».

    Es curiosa esta operación de memoria (¿intencional?) que ha ocultado una de las relaciones homosexuales de Lezama al sobreponerle la muy conocida —y casta— amistad con el presbítero. De Salvador, el primer Gaztelu que conoció el escritor, nunca se habla o se le reduce a simple intermediario entre el futuro mentor y su discípulo. ¿Por qué los presentó? Curiosa manera de desplazar una atención que, tal vez, lo asfixiaba. ¿Se trató de un escándalo enterrado? El padre Gaztelu, que sí sabía, o al menos sospechaba, el verdadero trasfondo de aquella temprana amistad, nunca dará la menor pista sobre el asunto, como si se tratase de un terrible secreto de confesión. [42]

    Durante décadas, Lezama mantiene una estrecha relación con la familia Gaztelu, padres y hermanos. Los visita, comparte mesa con ellos, celebra sus relatos de la España rural dejada atrás. Escribe a María Ascensión en 1961, para darle el pésame por la muerte de su esposo. Y al fallecer la madre, Ángela Gorriti, en febrero de 1964, le vuelve a escribir a Ascensión una carta donde asegura: «quizás yo sea, después de los del círculo de su sangre, el que me daba más fiesta, en la profundidad de la costumbre». Será también el preceptor literario de Ángel [43] y su principal valedor crítico, si bien aquella poesía semidevocional de métrica previsible estaba bastante lejos de la suya.

    En cuanto a Salvador, años después revelará más abiertamente las conspicuas preferencias que Lezama había intuido, con gran disgusto de su conservadora familia. Por otros amigos habaneros, se iniciará en el negocio de los textiles, convirtiéndose, a finales de los 50, en el representante en Cuba de las fajas-corsé para mujeres Kleinert’s («Sea encantadora y admirada; obtenga la cintura de bailarina»), con una pequeña tienda-taller en la calle Marqués González 753, en Centro Habana. En 1962, casado y con dos hijos, salió de Cuba hacia Miami, donde puso un nuevo taller textil en Flagler y la 17. Murió alrededor de 1994. [44]

    Ángel Gaztelu, circa 1937 / Foto: Cortesía del autor
    Ángel Gaztelu, Circa 1937 / Foto: Cortesía del autor

    LA ANÉCDOTA LA CUENTAN, POR SEPARADO, Eliseo Diego y Fina García Marruz [45]. Lezama camina por el Paseo del Prado junto a un entusiasta Ángel Gaztelu que, por lo visto, gusta demasiado de Espronceda, Zorrilla y Núñez de Arce, la única poesía recomendada por sus superiores del Seminario. Es un joven curioso, que ya ha leído con placer a Darío y José Asunción Silva. También ha ido a un concierto de Lecuona en el Teatro Campoamor donde se han declamado versos de Gustavo Sánchez Galarraga y se lo comenta a su amigo, buscando un signo de aprobación. El otro calla, concentrado en los árboles del Paseo.

    —Pero no, Ángel, eso no tiene nada que ver con la poesía. En cambio: «Sevilla es una torre / llena de arqueros finos…» Fíjate: «llena de arqueros finos». Eso no lo vas a encontrar en ninguna otra descripción de la ciudad. Pescar un fragmento y darnos toda la esbeltez de un estilo. Esa es la saeta andaluza, que más que apuntar a un blanco, precisa un horizonte. Algo que no significa, sino que es. Una imagen que engendra el sucedido…

    Gaztelu escucha embobado las palabras de Lezama. «Aquella tarde aprendí de una vez por todas qué es la poesía», le confesará a Diego, años después, «con un resto del azoro de entonces».

    Fina describe con más detalle el periplo de esa «pareja del todo cervantina»: «dejan atrás la doble hilera de casonas del Prado, en cuyos portales los contertulios del amplio Casino Español juegan al ajedrez. Doblan ahora por las estrechas calles laterales que conducen a la casa de Trocadero de breves y graciosas columnas salomónicas, donde vive el mayor con su madre y hermana, y se adentran en la salita con humedad de gruta marina, donde quiere mostrarle al menor unos versos que acaba de sacar de lo oscuro a la luz». El joven Gaztelu también vence la timidez y le lee sus primeros poemas al «maestro».

    Muchas serán las caminatas de Lezama y Gaztelu por La Habana Vieja, que suelen comenzar en la antigua entrada del Seminario, por la calle Tejadillo, cuyas puertas de cedro escuchan sus conversaciones sobre Joyce, Lorca y Gabriel Miró. La capilla primitiva, antes de que existiera la fachada de la catedral, estaba dedicada a la Virgen de Loreto. En ella, según Gaztelu, se habría inspirado Lezama para escribir los «Sonetos a la Virgen» que aparecen en Enemigo rumor.

    Años después, en el segundo número de Verbum, Lezama incluye tres poemas del cura, entre ellos «Romance en la Bahía de la Habana», que mucho debe a las lecturas que éste le ha aconsejado: Lorca y Juan Ramón. Detrás del romance irrumpe, solitario en su tajante originalidad, «Muerte de Narciso», al que el propio Gaztelu dedicará un pequeño ensayo en el siguiente (y último) número de la publicación estudiantil. Aquella «rauda cetrería de metáforas» le parece al amigo inspirado «el más alto y atrevido intento de llevar la poesía a su desligamiento y región sustantiva y absoluta en virtud y gracia de esa esencial y mágica deidad de la metáfora».

    Para quienes se atrevan a quejarse de que «no entienden» estos versos, Gaztelu ya tiene preparada su réplica: «La poesía es a manera del fluido eléctrico, sentimos en nuestro sistema de hilos emocionales sus sacudidas y temblores, no su verdad, ni su esencia. Para la verdad filosófica tenemos inteligencia. Para la verdad —o la mentira— poética tenemos sensibilidad… y al que carece de esta —pobrecillo— que no hable de poesía». Igual de taxativo se muestra poco después, como si respondiera a críticas imaginarias: «a los que tenemos la gracia tan cercana de conocerle, que no los necesita, y a los que no le conocen, que le conozcan, y si no peor para ellos; nota más que crítica, no somos críticos, eufórica, somos apasionados, entusiastas…» Fascinado, Gaztelu entresaca varios fragmentos del largo poema, cita a Jung, a Juan Larrea, a Góngora y a Ortega y Gasset. Uno sospecha que Lezama le ha dictado en socráticas conversaciones los argumentos de esa apología.

    Estamos, sin duda, ante una amistad a toda prueba, que fraguó en apenas dos años. Para probarlo, una carta del 15 de julio de 1934, que Gaztelu le escribe a Lezama desde un barco que, en esos años, hacía el bojeo por la costa norte de la isla. Es una carta un poco cursi, con muchos lugares comunes, como la poesía del propio Gaztelu en esa época, pero muestra la confianza que había ya entre los dos amigos:

    «Miré al cielo y vi más astros que nunca, más brillantes, como si acabaran de florecer en el cielo. ¿Tendrán primaveras las estrellas? El sol parece curioso en lo que te escribo y avanza cauteloso y lento hasta tocar el papel, pero me está quemando el rostro ya, y me levanto molesto. En cambio, al levantar la vista, me muestra el mar, rearmado de brillantes y refulgente como si fuera la espalda de plata de un inmenso pez. Estuve esta mañana largo rato en la proa, mirando cómo la quilla hendía el mar y rompía el cristal en rizados copos de espumas. Al mirar el mar tan bello me figuré que surcaba el mediterráneo mar latino en cristiana vela y que era el capitán esperando la aparición de otomana galera para trabar batalla contra el turco. No te rías —Lezama— por favor, que estoy hablando en serio.» [46]

    Por supuesto que se reirá Lezama con esa imagen, durante años. Era uno de sus private jokes, una de sus tantas pullas cariñosas al cura, con quien tendrá numerosas disputas doctrinales. En el arranque del prólogo a Gradual de laudes lo convierte, por ejemplo, en un recio soldado: «Conténtase La Habana defendida por el padre Gaztelu». La imagen también alude con ironía al ministerio del navarro, ejercido en una ciudad que parecía la Gran Pecadora, aunque los origenistas prefirieran venerarla como «nueva ciudad dignificada».

    La carta termina con una mención irónica al descomunal apetito (sí, ya a los 23 años Lezama era un glotón epicúreo) que los unía: «Me voy a bañar, para ir a comer. Tengo el tiempo justo. La comida ¡oh Epicuro! es muy buena y abundante. Esto para ti Lezama, tú bien sabes de mi ascetismo y penitencia.»

    Y se despide, «tu amigo, muy tuyamente tuyo».

    LA PRIMERA VEZ QUE LEZAMA tuvo contacto con la figura de un gran poeta no fue, como suele asegurarse, durante la estancia de Juan Ramón Jiménez en La Habana, sino mucho antes, en la primavera de 1930, cuando asistió a varios recitales y conferencias de Federico García Lorca en esa misma ciudad. [47]

    La estancia cubana de Lorca, que duró tres meses y coincidió con una visita de Krishnamurti y con los segundos Juegos Deportivos Centroamericanos, hizo época en los periódicos locales. La prensa cultural no dudó en calificarlo como «el más eminente poeta español del momento» ni escatimó detalles de su itinerario. Aunque por esa época Machado ya gobernaba la isla como un dictador de facto, la vida cultural habanera seguía siendo muy animada y el público cubano acudía a conciertos, espectáculos y lecturas públicas de artistas e intelectuales de todo el mundo.

     Lorca, con un amigo cubano, en la Playa de Marianao (1930) [University of Miami Library. Cuban Heritage Collection (Federico García Lorca Papers)].
    Lorca, con un amigo cubano, en la Playa de Marianao (1930) [University of Miami Library. Cuban Heritage Collection (Federico García Lorca Papers)].
    Invitado por la Institución Hispano-Cubana de Cultura, que presidía Fernando Ortiz, el poeta español desembarcó en La Habana el viernes 7 de marzo y se alojó primero en La Unión, lo que en esa época se llamaba «un hotel decente» (para recién casados provincianos, viajantes de comercio y viudas de hacendados) en la esquina de las calles Cuba y Amargura, frente a la Iglesia de los Franciscanos. Pero también fue acogido, casi desde el primer día, por el matrimonio de los españoles Antonio Quevedo y María Muñoz, musicólogos asentados en la isla desde 1919, a quienes Manuel de Falla había encomendado cuidar de su amigo. En casa de los Quevedo, que demostrarán ser excelentes —aunque a veces posesivos— anfitriones, solía almorzar Lorca, «salvo cuando «estaba perdido» por varios días, durante los cuales, ni por teléfono en el hotel, ni en las casas frecuentadas dejaba el menor rastro» [48]. Con ellos acude el poeta a un concierto de Serguéi Prokofiev, que toca en la capital cubana por invitación de la Sociedad Pro Arte Musical, acompañado de su primera esposa, la soprano catalana Lina Llubera. Concluida la representación, Lorca se fue al Hotel Vedado donde se hospedaban los músicos, para saludarlos. Traducido por Lina, charló largamente en la terraza del hotel con el ruso, cuya música había provocado una verdadera estampida entre el público habanero.

    Con Lydia Cabrera, a quien había conocido en Madrid, en casa de José María Chacón y Calvo, y a la que había dedicado su Romance de la casada infiel (a ella y a «su negrita», la criada Carmela Bejarano), Lorca asistió a una ceremonia ñáñiga, un plante, donde le horrorizó tanto la apariencia del «diablito» o ireme («con sus blancos ojos de cíclope») que, según la propia Lydia, casi se desmaya. Mejor temple mostró el 17 de abril de 1930 (Jueves Santo), cuando en una visita al Convento de las Teresianas, en Teniente Rey y Compostela, el lienzo morado que cubría a la Santa se quemó, por accidente, con un cirio, dejando al descubierto la imagen de Santa Teresita, antes de que el poeta se descalzara sin ser notado y subiese de un brinco de gato al altar para cubrirla, entre el asombro de los feligreses.

    Lorca frecuentó también a los hermanos Loynaz —Carlos Manuel, Dulce María, Enrique y Flor— en su famosa casona de El Vedado, donde instaló una suerte de taller nocturno en el que tocaba el piano, cantaba, escribía, dibujaba y bebía whisky con soda, antes de salir, bien entrada la noche, a recorrer las calles y plazas de La Habana Vieja.

    En esa «casa encantada» de los Loynaz, llena de porcelanas y muebles franceses del XVIII, por cuyo jardín se paseaban dos pavos reales blancos y una pareja de flamencos, escribió El público, algunos de los poemas de Poeta en Nueva York y fragmentos de Yerma y Doña Rosita la soltera. Dulce María y Enrique no supieron lidiar con su irreverente personalidad, pero su trato con Flor y Carlos Manuel sí fue muy cercano. A Carlos, se dice, le regaló un borrador de El público, que este quemó luego en un arrebato.

    Lorca tuvo tiempo, incluso, para participar en una protesta contra Machado: la llamada «huelga de los teléfonos», cuando los habaneros salieron a las calles para protestar por las cajitas automáticas que se habían adosado a los teléfonos públicos («Qué revolución tan curiosa. Los gritos no son contra un rey o un mariscal. Es un clamor inverosímil este de «abajo los teléfonos». Me voy a la calle a gritar también» [49]), y para defender a un grupo de negros y mulatos que no podían entrar en la piscina del elitista Havana Yacht Club, donde se celebraban las pruebas de natación de los Centroamericanos.

    Según sus biógrafos, en La Habana el andaluz también hizo una intensa vida nocturna. Solían acompañarlo Luis Cardoza y Aragón, joven escritor y recién estrenado cónsul guatemalteco, junto con el musicólogo Adolfo Salazar y el pintor Gabriel García Maroto, ambos homosexuales. Con ellos, Lorca visitó en mayo el popular Teatro Alhambra, sólo para hombres, donde se representaban delirantes sainetes que alternaban la sátira social y política con el espectáculo semiporno. Las parodias del Alhambra, cuentan sus acompañantes, hacían carcajearse a Federico, deslumbrado, también, por el delirio del público ante las aventuras escénicas del Negrito, la Mulata, el Gallego, el Policía o el Maricón. Algo de ese teatro bufo que, según Salazar, Lorca emparejaba con la Commedia dell’Arte, influyó en su obra «cubana», El público, donde aborda abiertamente el tema homosexual.

    Varios testigos describen sus visitas a los bares de la playa de Marianao donde el poeta compartió con los soneros de las llamadas «Fritas», una hilera de cabaretuchos que alternaban con expendios de frituras sobre la acera. «Enseguida probaba con las claves, y como había cogido el ritmo y no lo hacía mal, los morenos reían complacidos haciéndole grandes cumplimientos. Esto le encantaba. Un momento después, Federico acompañaba a plena voz y quería ser él quien cantase las coplas», cuenta Salazar.

    Con sus amigos más cercanos, Lorca recorrerá también los bares nocturnos del puerto, y con Cardoza visita un elegante burdel que, en palabras del guatemalteco dejó paralizado a Federico, «perplejo ante tanta suntuosidad animal», aunque intrigado por el hecho de que allí sólo hubiera chicas. «¿Por qué no muchachos? Destacarían como el San Mauricio de El Escorial». Dentro de aquello que Cardoza y Aragón califica, con prosa barroca, de «delirio mahometano», aparece una bailarina, casi una niña, sentada en una silla de mimbre: «mientras conversa enfrente, abstraída se entreabre el sexo con el índice. En el túnel azul de los lisos muslos de acero sonríen las fauces de una piraña, quizá mostrándonos la delicia de las humedades recónditas en el vértice de astracán recio, corto y rizado en mínimos resortes de zafiro oscuro. Un muchachote de caderas angostas, iguales a las de ella, la conduce de la mano: ágiles y tranquilos van, como la mejor filosofía o versos de Garcilaso, hacia el edén momentáneo. Parecía un San Cristóbal cuando, después de algunos pasos, la sentó en el hombro. «Se la llevó San Mauricio», me dice Lorca». [50]

    Visitó también el Kursaal, un bar de los muelles (calle Paula, 4) con ínfulas de cabaré, sin mesas, sólo una gran barra de madera junto a la cual marineros, estibadores, prostitutas y proxenetas bebían de pie o contemplaban una mezcla de rumba con espectáculo de varieté. «No hace un mes que se encuentra en Cuba y ya está completamente aplatanado. Conoce y sabe más cosas cubanas que muchos de sus amigos, y nos puede servir perfectamente de cicerone y descubridor de lugares y tipos netamente criollos, para nosotros desconocidos», escribió entonces Emilio Roig de Leuchsenring.

    En La Habana, Lorca planeaba impartir tres conferencias, que acabaron siendo cinco por el éxito del público. La gente hacía cola para las entradas, que se agotaban nada más ponerse a la venta. Eran los domingos por la mañana, en el desaparecido Teatro Principal de la Comedia, y desde la primera rompió el protocolo al presentarse sin traje y con un suéter de franjas amarillas. En una dedicada a las «nanas españolas» no sólo disertó sino que puso un gramófono, tocó el piano y cantó acompañado por una cubana de origen español: María Tubau. Cardoza y Aragón recuerda su «suave morfología feminoide», sus caderas «algo pronunciadas» y su «voz tenuemente afectada» en el escenario. «Su homosexualidad era patente, sin que los ademanes fuesen afeminados; no se le caía la mano».

    Lorca con amigos en el Habana Yacht Club (marzo de 1930).
    Lorca con amigos en el Habana Yacht Club (marzo de 1930).

    Se trataba de charlas dictadas con anterioridad en otras ciudades y universidades: el 9 de marzo da la primera, «La mecánica de la poesía», leída dos años antes en Granada con el título «Imaginación, inspiración y evasión»; el 12, «Paraíso cerrado para muchos, jardines abiertos para pocos. Un poeta gongorino del siglo XVII» (homenaje a Pedro Soto de Rojas, que ya había dado en 1926 y 1928); el 16 del mismo mes, «Canciones de cuna española»; el 19, «Imagen poética de Luis de Góngora» (de la que Lezama recordará mucho después varios detalles) y el 6 de abril «La arquitectura del cante jondo».

    Las conferencias fueron muy aplaudidas, como cuenta el propio Lorca, entusiasmado, en una carta a su madre. Según su biógrafo, Ian Gibson, el poeta ganó, por primera vez en su vida, «un excelente dinero». Para presentar la primera, «Mecánica de la poesía», Francisco Ichaso hizo una lectura parcial de la «Oda al Santísimo Sacramento del Altar» («Piedra de soledad donde la hierba gime / y donde el agua oscura pierde sus tres acentos, / elevan tu columna de nardo bajo nieve / sobre el mundo de ruedas y falos que circula») que provocó cuchicheos e hizo fruncir el ceño a más de uno. Según Quevedo, el público cubano, «apegado en lo poético a la tradición finisecular española, estimó que esta Oda era —como las teorías heliocéntricas de Galileo— «no sólo herética en la fe, sino falsa en la filosofía»». Cuando, algunos días después, varios amigos de Federico le comentaron esta lectura, el poeta les dijo: «hay gentes que se atragantan con una oblea poética, pero que no tienen reparo en comulgar con una rueda de molino».

    La charla que trataba sobre Soto de Rojas fue, según el Diario de la Marina, «una obra maestra de erudición, de análisis y de emoción». De la conferencia sobre Góngora, dice el mismo periódico que fue un «tema sugestivo e interesantísimo, muy del dominio del conferenciante». En la dedicada a las nanas cantó Tubau, y el propio Lorca se puso al piano. La última, «La arquitectura del cante jondo», prevista originalmente para el 26 de marzo, se aplazó al 6 de abril. A lo escrito en 1922 sobre el tema, Lorca añadió esbozos de su teoría del duende, en la que juntó las visiones de lo gitano y lo negro.

    TAN BIEN SE SENTÍA LORCA EN CUBA, que decidió quedarse dos meses más de lo previsto. A ello contribuyó, por lo visto, el clima de liberación sexual que sintió en la isla. «Hay numerosos indicios», escribe Gibson, «de que fue en Cuba donde Lorca empezó a vivir con más soltura su condición de homosexual». [51]

    Para ilustrarlo, tenemos una anécdota de otro de sus acompañantes de juerga, el poeta colombiano Porfirio Barba Jacob, que alardeaba de haber sido su amante en esos días habaneros.

    Los dos poetas se habían conocido en el despacho de Juan Marinello, donde solían reunirse los redactores de Avance. «Una mañana Marinello llamó por teléfono a Luis Cardoza y Aragón y le avisó que la reunión de la tarde sería grandemente interesante porque asistirían Federico García Lorca y Porfirio Barba Jacob, quien llevaba unos cuantos días en La Habana. Cuando Cardoza y Aragón llegó a la oficina ya estaban allí Barba Jacob y García Lorca charlando con Mañach, Francisco Ichaso y alguien más. Entonces Cardoza y Aragón conoció al poeta colombiano: «Federico, como siempre, centralizó la conversación. Nos hizo reír y nos encantó con su donaire y su talento. Barba Jacob callaba, seguro de que su silencio tenía más valor en aquella conversación. De vez en cuando, con su voz más lenta y ceremoniosa, después de sorber profundamente su cigarrillo nunca apagado, abandonaba palabras cáusticas, cínicas o amargas».» [52]

    En un artículo de 1979, Cardoza y Aragón cuenta la otra parte de ese encuentro: «Cuando él, García Lorca y Barba Jacob salieron del despacho de Marinello se fueron a una cervecería. El calor era intenso y Cardoza y Aragón llevaba un parche en el ojo porque al despertar se había puesto una gota de yodo en vez de colirio y le lastimaba la luz habanera. De pie, en el mostrador, pidieron tres grandes vasos de cerveza. Un mocetón gallego les atendió: de camisa de manga corta abierta, descubriendo el pecho piloso. Cuando su brazo desnudo se puso al alcance de Barba Jacob al servirle, éste, sin poderse contener, lo mordió. El mocetón apenas si se apoyó en el mostrador y se lanzó hacia ellos. Y en tanto Cardoza y Aragón le decía: «Me los llevo en el acto, me los llevo» y trataba de contenerlo, el mocetón les gritaba enfurecido: «¡Fuera de aquí, partida de maricones!»». Una variación de esta anécdota, u otra nueva, quién sabe, asegura que Lorca también terminó en la cárcel tras un lance habanero y sus amigos debieron ir a rescatarlo.

    Hubo después una cena, ofrecida por Mañach, donde Lorca recitó sus más populares poemas en los postres, y Barba Jacob también leyó los suyos. Concluida la cena y cuando todo el mundo se había marchado, Barba Jacob y el andaluz se fueron al Malecón. Donde al parecer, se toparon con un marinero que era amante del colombiano. Al día siguiente, hablándole de Federico y del final de la noche, Barba Jacob le aseguró a José Zacarías Tallet: «Hacia el amanecer me entregó su alma». [53]

    La versión de Guillermo Cabrera Infante, en su conocido perfil «Lorca hace llover en La Habana», es algo diferente —y bastante más creíble:

    «Se dice que el poeta de la decadencia modernista encontró su marinero cuando, literalmente, «hacía el litoral». Litoralmente ambos se encontraban en los muelles. El marino, ni corto ni perezoso (en realidad era alto y ágil), se hizo amante del poeta pederasta y pesimista (recuerden, por favor, su divisa: «En nada creo, en nada») y para colmo pobre. Para su mal era 1930 y cuando se paseaba Barba con su marinero recién pescado, se atravesó en su camino Federico García, que era todo lo contrario del colombiano: graciosamente andaluz y para colmo famoso. Lorca procedió ahora, con todo su encanto y todos sus dientes brillando en su cara morena, a auspiciar al marinero escandinavo que recaló en el trópico. Barba perdió su diente para siempre.

    »Alrededor de 1948, a casi veinte años del encuentro amoroso con Lorca, todavía era posible ver a este marino seudosueco caminando la noche, Prado arriba y Prado abajo, como un náufrago de otra época. Su ropa era, sí, azul marino y llevaba un paletó que hacía alucinante la noche tropical.» [54]

    Ese mundo del turismo sexual y los prostíbulos habaneros de los años 30 ha sido descrito por varios testigos de primera mano (Robert Desnos, Ernest Hemingway, Claire Goll, el fotógrafo Walker Evans…). Según el historiador Louis A. Pérez, en 1931 había en La Habana unas 7400 trabajadoras sexuales y más de 270 lupanares. Una visión interesante del asunto son las memorias del pintor Domingo Ravenet, muy cercano a Orígenes, donde habla abiertamente de su iniciación sexual con una prostituta llamada La Muñeca, que vivía, por cierto, en la calle Trocadero. Y su excursión posterior, con el pintor Víctor Manuel, a ver a unas francesas en unos altos de la calle Misión. Era algo muy habitual en esos años, y Ravenet proseguirá con la costumbre cuando llegue a París. [55]

    En un artículo sobre otro fascinante personaje de la época, Alberto Guigou, Vicente Echerri describe ese ambiente de burdeles de hombres en La Habana de finales de los años 30 y principios de los 40. Uno de los lugares descritos parece coincidir con las características del Kursaal visitado por Lorca:

    «En su novela inédita [Burdeles], Guigou se proponía recrear la existencia de por lo menos otros dos sitios que se dedicaban al comercio sexual de varones. Uno de ellos, de mayores pretensiones y espacio, se encontraba sobre la Avenida del Puerto y se especializaba en marineros para los que había una vasta clientela de hombres y hasta algunas mujeres, y a los que el regente del burdel atraía de manera bastante peculiar e ingeniosa: se había provisto de un vasto repertorio de música folclórica y tradicional de diversos países y, tan pronto se enteraba de que llegaba al puerto un barco griego o sueco, chileno o australiano, hacía sonar incesantemente en su victrola la música del país en cuestión que, lógicamente, ejercía en los marineros una atracción irresistible».

    «Alberto Guigou», cuenta Echerri, «sería muy amigo de Lezama, como lo fue también de Gastón Baquero, hasta la muerte de éste, pero de otros ambientes que apenas rozaban los libros. Más adelante, en los años 40, aunque Lezama era todavía un hombre joven y sin la imponente obesidad que adquiriría después, ya empezaba a faltarle la acometividad para abordar a los muchachos que le gustaban. Guigou, que había adquirido una gran destreza en estas transacciones y que disfrutaba de alguna holgura gracias a su trabajo, compartía sus mancebos con el escritor y, con el tiempo, también un apartamento de soltero que se alquiló cerca de los muelles consagrado a sus tareas de efebófilo.» [56]

    EN SUS TRES MESES CUBANOS, Lorca sale varias veces de La Habana (viaja a Matanzas, Pinar del Río, Cienfuegos, Sagua la Grande…) y llega hasta Santiago de Cuba —costeado por la sede santiaguera de la Hispano-Cubana— con un misterioso acompañante, para celebrar su 32 cumpleaños. De ese viaje salió su famoso poema Son, publicado por primera vez en la revista Musicalia (abril-mayo de 1930) y cuyo original autógrafo regalará a su director, Antonio Quevedo.

    El poeta asiste también a innumerables tertulias con todo tipo de intelectuales. Fueron tantas las invitaciones, cuenta Quevedo, que una tarde, al preguntarle de dónde venía y quién o quiénes lo habían agasajado, «respondió con aquel gesto suyo, tan infantil: «Pues nada, que se me ha olvidado»». Las señoritas lo avasallaban para que firmara sus álbumes de autógrafos y los jóvenes poetas lo llenaban de manuscritos inéditos. Ballagas cuenta que no se atrevió a darle un poema suyo porque al preguntarle qué opinión le merecían los originales de cierto poeta joven, Lorca respondió con franqueza andaluza: «Son muy malos, muy malos. Horribles. Cuando los leo me dan accesos de llanto y ganas de echarme al suelo inconsolable gritando así: ¡Ay, aaaay, aaay!, como mi Bautista cuando el verdugo le rebana el cuello». Algunos de sus anfitriones son tan efusivos y absorbentes que Federico siente que le «estrujan las entrañas». Por eso, en ocasiones, rehúye las invitaciones «y me voy solo por La Habana hablando con la gente y viendo la vida de la ciudad».

    Aparece lo mismo en una casa de vecindad donde una «negraza inmensa y bondadosa» le ofrece una taza de café —«que bebí rodeado por toda la negrería»—, que en el Lyceum, donde «las damas distinguidas de La Habana» lo agasajan con té. Se toma un Carta Oro con Guillén para ver «la vida color de ron» o, tras gritar que se quiere «convertir en un témpano», paladea una champola de guanábana, y el sabor de las sílabas le parece tan disfrutable como la blanda pulpa de la fruta.

    En una de esas tertulias, en mayo, conoce a Lezama, que ya había asistido a sus conferencias y a un recital en la Universidad donde, invitado por Roberto Agramonte, el andaluz leyó, según recuerda Roa, «Romance sonámbulo» y «La casada infiel». [57]

    «Conocí a García Lorca», cuenta Lezama, «en el bufete de Emilio Roig, donde se celebraba una exposición que una institución cultural cubana se había negado a ofrecer por estimar que abundaba en excesos sensuales. Recuerdo que estaban allí Porfirio Barba Jacob y Luis Cardoza y Aragón. Hablaban entre ellos con mucha animación y yo con otros alumnos universitarios, que éramos un tanto adolescentes asombrados, permanecimos retraídos». [58]

    Se refiere al célebre incidente de una exposición de Carlos Enríquez en la Asociación de Reporteros de La Habana, clausurada horas después de su apertura por unos desnudos considerados «impropios». No es el único caso: en 1934 sucederá lo mismo con otra exposición del pintor en el Lyceum, y es posible que Lezama mezcle ambas situaciones. Los polémicos dibujos y temperas se trasladaron al bufete de Roig (calle Cuba 52, esquina con Empedrado), en el que tuvo lugar la despedida de Lorca y Salazar, y donde Mañach leyó unas cuartillas que ironizaban sobre el cierre y destacaban el coraje del pintor.

    Tres décadas después, en 1961, Lezama regresa a sus recuerdos de Lorca en La Habana para escribir un prólogo a las Conferencias y charlas, publicadas por el Consejo Nacional de Cultura, como parte de las celebraciones por el 25 aniversario de la muerte del poeta español. [59] Esa introducción de Lezama, titulada «García Lorca: alegría de siempre contra la casa maldita», se publicó también en Lunes de Revolución (nº 119, 21 de agosto de 1961), por esa época hostiles a Lezama, aunque incapaces de rechazar una colaboración suya, pese a rencillas generacionales y quejas sartrianas.

    El ensayo es uno de los mejores de Lezama por la esclarecedora manera en que disuelve el tradicional maniqueísmo sobre los dos grandes poetas (ambos andaluces, por cierto) que él conoció de joven: Lorca y Juan Ramón Jiménez. Empieza, justamente, con aquella idea de los años 30 sobre la muerte de Trejo: la función de la sangre en la forja del mito. «La eticidad unamuniana y la sangre que García Lorca logró trasladar a los mitos de su estirpe, son dos de las voces más universales que España aportó a lo que va de la secularidad». Por supuesto, esa sangre es, primero, regalo de la tradición mediterránea, «unida a la gracia voluptuosa incrustada por los árabes en la España sureña, unida también a una intuición vivaz y rápida de lo cotidiano poetizable». Lezama admira la manera en que Lorca ha conseguido incorporar la tradición, más allá del elemento árabe («agua peinada», lo define) o la racionalidad europea: «La romanidad y el helenismo, un poco más atrás que los árabes jardines granadinos, recorren su sentencia poética, aportándole dominios en la luz, leyes universales, y ese temblor del cuerpo que parece absorber trágicamente los reflejos del misterio de los sentidos». Esa mezcla del «remolino de la sangre» con la «claridad del espíritu», define para Lezama el poder metafórico de Lorca, a quien llama «garzón errante» y «Orfeo [que pasea por] lo infernal instantáneo» y consigue fundir la poesía culta con la popular, más allá de cualquier folklorismo o popularismo ingenuo.

    La sangre, tratándose de Lorca, no es sólo una metáfora de la tradición que apuntala sus virtudes poéticas. «Pero no sólo la delicadeza inteligente de los jardines granadinos, o el tiempo medido por los juegos de agua del Generalife, estuvieron convocados por la poesía de García Lorca, acudieron también la sangre y la muerte y la sangre de la muerte». Lezama destaca la manera en que Lorca ronda siempre lo mortuorio, ese toreo suyo con Tanatos, ese adorar la «flor de la calavera»: «me atrevo a situar ahí su simpatía por muchos sones y conjuros de nuestra tierra y principalmente por nuestros reales negros cubanos».

    En un ejemplo inapelable de lo lejos que estuvo Lezama de cualquier valoración racista de lo cubano, el ensayo cita entonces una fábula de Lydia Cabrera, mencionada en El Monte, donde el Gallo vence a Ikú porque éste, convertido en esqueleto, es incapaz de competir con la ligereza de una de sus plumas oscilando en el aire. Justo desquite lezamiano, quizá, de aquel terror que Lorca sintió ante los diablitos ñáñigos.

    La muerte y la sangre rondaron a Lorca y amplificaron su mito. Desde esa obsesión fúnebre, reverso de su eros sonriente, contemplará también el esplendor cubano. Será Lezama —como recuerda Pío Serrano— el encargado de interpretar un verso de Son, «en un coche de aguas negras», para muchos impenetrable. «Lorca intuyó», dice, «que el prodigio de nuestro sol es trágicamente tener sonidos negros, como el caer de una cascada sombría detrás de las paredes donde se lanzan al asalto los cornetines del bailongo». Qué bien visto ese lado melancólico —¡y alquímico! — de la solaridad cubana, ese sol con «sonidos negros» que se hunde en el horizonte de la plantación caribeña.

    La lectura lezamiana de Lorca es también la explicación de su famosa «teoría del duende», que extenderá a los sones cubanos, convertidos en ejemplos de «verdadero estilo vivo; es decir, de sangre; es decir, de viejísima cultura, de creación en acto». Su ensayo describe, además, la honda impresión que le causó, a los 19 años, la manera en que Lorca recitaba. Primero dice que la voz del poeta «cobraba una entonación grave y como la de una campana golpeada por un badajo fino, que detuviese de pronto la excesiva prolongación de los ecos». Y después celebra su desenvoltura gitana en el escenario, nacida de una «memoria voluptuosa»:

    «La seguridad de su voz en el recitado le prestaba un gracioso énfasis, un leve subrayado. La voz entonces se agrandaba, abría los ojos con una desmesura muy mesurada, y su mano derecha esbozaba el gesto de quien reteniendo una gorgona, la soltase de pronto. El recuerdo de los cantaores estaba no solo en el grave entono de su voz, sino en la convergencia del gesto y del aliento en todo su cuerpo, que parecía entonces dar un incontrastable paso al frente».

    No se ha insistido lo suficiente en esta lección de gallardía que Lezama supo ver en Lorca, poeta homosexual sin amaneramientos, Narciso que entra con garbo en la «casa maldita» a pelearse con «unos enmascarados de azufre y rabos endemoniados». En una de las conferencias de La expresión americana hay una imagen casi heráldica que coloca a Lorca dentro la «gran tradición hispánica» del vivir y morir poéticamente: entre odios laberínticos y suposiciones groseras, el poeta asciende «como un delfín mediterráneo veteado de plata sombría en la medianoche de una tumba sin nombre». [60]

    *Tercera y última parte del capítulo «Narciso en Upsalón (1929–1933)», correspondiente a una biografía de José Lezama Lima que escribe actualmente Ernesto Hernández Busto. (Nota del Editor).

    NOTAS

    (41) Entrevista con Argel Calcines, «En el umbral del Espíritu Santo», en Opus Habana, No. 2, Vol. I, enero-marzo, 1997, pág. 23. Es más o menos lo mismo que ya había dicho años antes: «Un día yo estaba frente al Seminario, cuando en eso Lezama y Salvador venían caminando por el Malecón. Ahí tuvo lugar nuestro primer encuentro». Ver: «Su estatura espiritual y humana era inmensa», en Cercanía, edic. cit., pág. 30.

    (42) Tampoco me las dio a mí, que sostuve una larga entrevista con él y con Eloísa Lezama Lima en Miami, en la primavera del 2002, durante la cual ambos negaron vehementemente cualquier inclinación homoerótica de Lezama.

    (43) «Lezama leía los poemas, me los criticaba, me decía cuáles debía publicar y cuáles no; y cuando llegó a Cuba Juan Ramón Jiménez le dio a leer mi primer libro». En Cercanía…, edic. cit., pág. 31.

    (44) La marca norteamericana Kleinert’s, especializada en ropa interior, era parte de la compañía Boger & Crawford. Después de 1959, esa firma demandará al gobierno cubano por «loss of payment for textile products shipped to consignees in Cuba». Uno de esos consignatarios es Salvador Gaztelu, que aparece citado en la demanda con una deuda de $925.23 a la hilandería.

    (45) Ambos, por cierto, incurren en errores memoriosos. Eliseo porque ubica el encuentro a finales de los años 20, cuando Ángel Gaztelu y Lezama aún no se habían conocido; Fina, porque equivoca la cita del poema de Lorca, y pone «Granada tiene una torre/ con unos arqueros finos». Véase: Eliseo Diego, «El balcón abierto», en Flechas en vuelo. Ensayos selectos, Verbum, Madrid, 2014, pp. 151-152, y Fina García Marruz: «El padre Gaztelu en los tiempos del jardín», en Opus Habana, No. 2, Vol. I, enero-marzo, 1997, pp. 5-13.

    (46) Carta de Ángel Gaztelu a Lezama recogida en Iván González Cruz: Archivo de José Lezama Lima. Miscelánea, edic. cit., pág. 757.

    (47) La bibliografía sobre la estancia de Lorca en Cuba es muy amplia. Entre lo consultado: Cardoza y Aragón, Luis, El río. Novelas de caballería, México, Fondo de Cultura Económica, 1986; Antonio Quevedo, El Poeta en La Habana, Consejo Nacional de Cultura, Ministerio de Educación, La Habana, 1961; la antología de Miguel Iturria Miradas cubanas sobre García Lorca, Editorial Renacimiento, Madrid, 2006; la biografía de Ian Gibson: Vida, pasión y muerte de Federico García Lorca (1898-1936), Barcelona, 1998; Urbano Martínez Carmenate: García Lorca y Cuba: todas las aguas, Centro de Investigaciones y Desarrollo de la Cultura Cubana Juan Marinello, La Habana, 2002; Ciro Bianchi Ross: García Lorca: pasaje a La Habana. Puvill Libros-Pablo de la Torriente Editorial, Barcelona, 1997, y Carlos Ripoll: Cuba en Lorca, Editorial Dos Ríos, Nueva York, 2007. Un resumen bastante completo de la visita puede encontrarse en el artículo de Pío E. Serrano: «Lorca en La Habana» https://cvc.cervantes.es/Literatura/lorca_america/lorca_habana.htm

    (48) Antonio Quevedo: El Poeta en La Habana, Ed. Consejo Nacional de Cultura, Ministerio de Educación, La Habana, 1961, [s/p].

    (49) Citado por Emilio Ballagas: «Un recuerdo de García Lorca». Carteles, La Habana, 24 de julio de 1938.

    (50) Luis Cardoza y Aragón: El río. Novelas de caballería, FCE, 1986, pág. 350.

    (51) Según Gibson, además de las aventuras anecdóticas que recuerda La Habana del carismático Federico, «es seguro que el poeta mantuvo una relación con un guapo y vigoroso mulato de veinte años llamado Lamadrid». El biógrafo también cita los apuros del poeta cuando la familia de otro de sus amantes, Juan Ernesto Pérez de la Riva, se enteró de que era homosexual y le prohibieron visitar a su hijo. «Pese al desplante, su amistad con el joven siguió adelante y hay indicios de que fue precisamente con «Juanito» Pérez de la Riva —después ingeniero y geógrafo distinguido— que Lorca pasó algunos de sus días más felices en La Habana». Ian Gibson, op. cit., pág. 433.

    (52) Fernando Vallejo: Barba Jacob el mensajero, Alfaguara, Madrid, 1991, pp. 28-29. Vallejo cita aquí la versión de Cardoza y Aragón.

    (53) Fernando Vallejo, op. cit., pág. 28.

    (54) Guillermo Cabrera Infante: «Lorca hace llover en La Habana», en Mea Cuba, Plaza y Janés, Madrid, 1992, pág. 118.

    (55) A diferencia de tantos memorialistas pacatos de la literatura cubana, en sus memorias Ravenet habla sin tapujos de sexo, de prostitutas (cubanas y parisinas), de la sífilis que contrajo en París, de los consejos de su médico de cabecera —«vaya con las de tarjeta roja (donde se anotaban las curaciones de las enfermas) en vez de las de tarjeta blanca» (mujeres supuestamente «sanas», a las que simplemente no se les había manifestado aún la enfermedad, pero que en cuestión de semanas estarían ya infectadas). Pero sobre todo, le advierte el doctor amigo, «¡nada de midinettes, es por ellas que la plaga ha ido creciendo, imparable». Me llamó la atención el término, que suele traducirse por «modistillas» en el imaginario erótico cubano y español de esa época. Eran las chicas atractivas de moral laxa, «liberadas», que trabajaban como vendedoras en las tiendas parisinas de ropa elegante, y que solían complementar sus ingresos con una práctica pagada del «ligue» por elección, cosa que hoy se juzgaría, quizás, como empoderamiento femenino. «Midinette» aludía a su costumbre de almorzar ligero al mediodía (midi), para no perder la figura. Ver: Mariana Ravenet, op. cit.

    (56) Vicente Echerri: «Alberto Guigou y la novela de su vida», en Revista Hispano-Cubana, Nº 21, Madrid, 2004, pp. 140-141. Preguntado sobre estas referencias, Echerri me dio más detalles: «Al parecer, Lezama era un poco tímido y Guigou, que era un lanzado y tenía los medios de que Lezama carecía (no que fuera rico, pero ganaba bien) no era avaro en compartir sus efebos. Además, Guigou me contaba que nunca llegó a enamorarse de nadie y, en consecuencia, los celos le fueron ajenos».

    (57) Raúl Roa: «Federico García Lorca, poeta y soldado de la libertad», Revista de las Indias, 1, No. 5 [marzo de 1937], pág. 44.

    (58) En entrevista con Francisco Garzón Céspedes, «La poesía es como el aire, toca al hombre y lo define», recogida en Ciro Bianchi Ross: Así hablaba Lezama Lima. Entrevistas, Colección Sur Editores, UNEAC-ICL, La Habana, 2013, pág. 178.

    (59) La celebración oficial de 1961 incluyó, además de los libros, representaciones de varias piezas lorquianas en teatros habaneros. Por esa misma época, el antiguo y emblemático teatro Tacón, luego Centro Gallego y Gran Teatro, pasó a llamarse Teatro «Federico García Lorca».

    (60) Véase «El romanticismo y el hecho americano», en La expresión americana, FCE, México, 1993, pág. 123. Debo la atención a esta referencia a un libro de la profesora Remedios Mataix: La escritura de lo posible. El sistema poético de José Lezama Lima, Universitat de Lleida, 2000.

    Mataix cita también, como ejemplo de la innegable simpatía de Lezama hacia los republicanos españoles, su firma en una carta pública contra el actor español José González Marín, difundida en La Habana el 14 de febrero de 1937, en la que se podía leer: «Después de explotar con largueza el verso maestro de Federico García Lorca, al que debe sus mejores éxitos, José González Marín ha llegado al extremo de ofrecer en Puerto Rico un recital de poesía a beneficio de los generales traidores y de las tropas moras que están desangrando a España y que en Granada segaron la vida fecunda del autor de Romancero gitano. Por un deber de fidelidad y devoción a la memoria del gran poeta del pueblo español, cuya sangre gloriosa —maltratada, destruida por los enemigos de la cultura— nos duele para siempre, los poetas cubanos que suscriben expresan su más sentida repulsa a los recitales de González Marín, quien, al poner su arte al servicio de los verdugos de su patria, profana la obra del gitano ejemplar.»

    A continuación aparece la firma de Lezama Lima junto a la de Emilio Ballagas, Nicolás Guillén, Ángel Augier, Regino Pedroso, Manuel Navarro Luna, José Antonio Portuondo, Mirta Aguirre, José Ángel Buesa, Eugenio Florit, Ramón Guirao, José Zacarías Tallet y trece firmantes más. La carta se reproduce en el libro de Ciro Bianchi De Cuba a Federico, edic. cit., pág. 193. El original con las firmas se encuentra, según Bianchi, en el Instituto de Literatura y Lingüística de La Habana.

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    3 COMENTARIOS

    1. Qué bien avanza esta biografía, la primera sobre José Lezama Lima. Hay que darle cualquier ayuda a Ernesto para que culmine su enorme labor… Mucho ánimo. Por supuesto que hay detalles objetables, pero ni es la versión definitiva ni se lee para estar totalmente de acuerdo. Felicitaciones también a El Estornudo por acoger texto como este, por huir de la chatarra que invade otros sitios, sobre todo de poemas (sic) escritos por cubanos. Dignos de una antología que se titula «Batidos de cemento», traducidos directamente del húngaro por Zsa Zsa Gabor.

    2. Mis más sinceras felicitaciones al autor por este trabajo absolutamente espectacular que quienes amamos a Lezama agradecemos mucho. Espero ansiosa la publicación del libro.
      Un abrazo desde La Plata, Argentina.

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