Panama Selfies

    A las nueve de la mañana de su último sábado en Panamá, en el portal del concurrido albergue que desde hace un par de meses ocupa junto a otros centenares de cubanos, Arelys Trujillo rasura sus piernas de cuarenta y cinco años con afeitadas temerarias que avanzan sin detenerse desde los tobillos hasta la rodilla o bien desde la zona inferior de los muslos hasta el nacimiento de los glúteos. Enjuaga la cuchilla en el agua jabonosa de un cubo azul, y mientras varias amigas suyas restriegan a mano, también en cubos, alguna ropa interior o camisetas ligeras, Arelys despliega una sonrisa contagiante que va de oreja a oreja y que tres días antes difícilmente hubiera dejado ver, aún cuando en cualquier circunstancia ella sea todo agasajo y buena cara.

    –Al fin me voy –dice–. Muy feliz. Uh, sí, muy feliz.

    Después de una deportación y dos virulentas travesías a lo largo de Centroamérica, Arelys al fin podrá llegar a los Estados Unidos. Justo antier –en la noche del jueves 5 de mayo de 2016– el presidente panameño Juan Carlos Varela anunció en rueda de prensa que su gobierno daría inicio a una nueva operación humanitaria para, de manera gradual, trasladar hasta el norte de México a los 3 500 cubanos que desde diciembre pasado se encuentran en la frontera con Costa Rica, ya sea en Paso Canoas, Chiriquí o los Planes de Gualaca. A modo de ultimátum, y con el firme propósito de ponerle fin a la severa crisis que en noviembre de 2015 comenzara en la región después de que Nicaragua cerrara sus fronteras a los migrantes cubanos, Varela también comentó que sería la última ayuda explícita de su gobierno, el cual, al igual que Nicaragua y Costa Rica en su momento, ya ha comenzado a cerrar la frontera con Colombia. Los últimos cubanos que a cuenta gotas continúan llegando a Puerto Obaldía desde Ecuador han sido recibidos con palos y gases lacrimógenos.

    Sin embargo, el conflicto de los indocumentados continuará por un tiempo más, lo quiera o no el presidente Varela. No todos tienen el dinero inmediato para costear el viaje de salida: 835 dólares que garantizan un bus hasta Ciudad Panamá, y luego un avión hasta Ciudad Juárez, en el estado mexicano de Chihuahua.

    –Nosotros estábamos preparados para un boleto de 500 o 600 dólares, pero no 800 –dice Lorenzo, cara compungida, cienfueguero cuarentón que habla en nombre suyo y de dos amigos que lo acompañan en esta mañana excesivamente soleada, de sentimientos encontrados.

    Contrario a Arelys, que se acicala, a Lorenzo una patilla desaliñada le sombrea el rostro, otorgándole un aire entre enfermizo y grave.

    ***

    Arelys Trujillo: 45 años, Quemado de Güines, Villa Clara.

    Arelys Trujillo / Foto: Eyleen Vargas
    Arelys Trujillo / Foto: Eyleen Vargas

    El 26 de julio de 2012, mientras la Revolución celebraba otro aniversario del asalto al Cuartel Moncada, Arelys salió de Cuba por primera vez rumbo a Quito, Ecuador, con una visa T-3. Meses después emprendió la ruta, pero en agosto de 2013 las autoridades mexicanas la detuvieron en Hidalgo. Arelys viajaba dentro de un camión de frutas, incómoda pero segura, hasta que el camionero se acobardó y cerca de un retén la obligó a pasarse a un bus de pasajeros. Después de veintiocho días presa, fue deportada a Cuba. Aterrizó en el Aeropuerto Rancho Boyeros en chancletas plásticas, tomó un taxi hasta la casa de unos parientes en Marianao, de ahí siguió a Quemado de Guiñes, y un año después volvió a salir, con el mismo plan en la cabeza, pero ahora por Guyana. De Guyana cruzó a Boa Vista, Brasil, donde se mantuvo hasta obtener la residencia, y el 26 de octubre de 2015, con la crisis migratoria ardiendo en Costa Rica, se lanzó nuevamente al ruedo. Soborno mediante, cruzó Venezuela con un desconocido, y en Turbo, Colombia, permaneció varios días escondida, sin comer, sin bañarse, apenas sin tomar agua. Cruzó la selva del Darién en dos días, se topó con africanos migrantes y subió una loma llamada la Loma del Cielo, que le sacó la vida. “Por mucho que yo diga que es peligroso no lo vas a entender”, dice. Ya en Puerto Obaldía, Panamá, durmió en casas de campaña, se alimentó con “mucho pan” y en la mañana del 11 de marzo de 2016 finalmente llegó a Paso Canoas, al otro extremo del país. Mañana, en la tarde del domingo 8 de mayo, tomará un vuelo hasta Ciudad Juárez y, una vez allí, como ya fue deportada desde territorio mexicano, la detendrán por unas horas. La sanción habrá prescrito, y en la tarde del 9 de mayo, después de cuatro años de intensa brega, Arelys pisará territorio estadounidense por primera vez. Fiel a su naturaleza, no hará un gesto de más ni dramatizará demasiado. Solo su sonrisa de siempre y el pelo abundante y rizo.

    Leonel Sánchez: 50 años, Santiago de Cuba.

     Leonel Sánchez / Foto: Eyleen Vargas
    Leonel Sánchez / Foto: Eyleen Vargas

    Dice llevar cuatro años en Panamá. Dice tener una hija en Santiago de Cuba y un nieto que no conoce. Ha cometido uno de los peores pecados que puede cometer un migrante. Su pasaporte se ha deteriorado de tal manera que ya no es más que un legajo amorfo de tinta y papel con el que difícilmente se pueda identificar a alguien. Aunque bien mirado justo ese pasaporte expresa a pie juntillas lo que es la vida de Sánchez. En el portal del Millenium, espera nadie sabe bien qué. Es, en las tardes, el encargado de cuidar los utensilios del barbero del hotel cuando por alguna razón el barbero del hotel no está. Fuma constantemente y esconde detrás del cigarro una extraña cara de niño. O de villano.

    Juan Carlos de la Torre: Camagüey, 34 años.

    3 Juan Carlos de la Torre

    Ingeniero informático. Dice haber sido disidente político en Cuba. Dice haber pintado carteles de denuncia en sitios públicos y haberse manifestado libremente en más de una ocasión. En Ecuador trabajó en semáforos y calles, vendió bisuterías, fregó platos. Se lanzó a la ruta migratoria con menos de mil dólares ahorrados. Ahora, en Paso Canoas, no tiene un centavo. Tampoco tiene amigos. No tiene ningún familiar en Estados Unidos y, salvo su mamá, nadie le queda en Cuba. Su expresión es de profunda tristeza, la típica, poderosa tristeza que comienza inspirando rechazo, porque parece fingida, pero que pasados unos minutos termina entristeciendo también al resto, despertando verdadera compasión. Dice haber salido buscando libertad y que no hay manera alguna de que regrese a Cuba. Cualquier cosa menos volver. Incluso, rescata una frase ya en desuso entre los emigrados cubanos: “Hasta que los Castro no se mueran yo no vuelvo”. Al preguntársele si ni siquiera volvería para reencontrarse con su mamá, de la Torre no contesta, y entre la vergüenza y la confusión los ojos se le humedecen. Si se observa con atención, cualquiera podría pensar que de la Torre tiene muchas otras cosas para decir, cosas verdaderamente importantes de la vida en general, pero que ni él mismo sabe cómo sacarlas. Gorra puesta al revés y coleta de caballo descuidada. Dos lunares en el rostro. Parece algo mayor para su edad. Pero es un hombre que lleva su peso.

    ***

    El calor es, desde ya, opresivo, granuloso. Molesta en la piel casi de la misma manera que la arenilla en los ojos. El hotel Millenium en Paso Canoas, a unos cien metros de la frontera con Costa Rica, es una pecera de cemento de tres pisos con deprimentes cristales color café y, según dicen, pésima infraestructura, como si el Millenium fuera una travesía y los arquitectos, ingenieros y albañiles la hubiesen abandonado a la mitad. El primer piso cuenta con aire acondicionado, agua, iluminación adecuada y los compartimentos elementales que cabría esperar de cualquier habitación decente. El segundo y tercer piso, en cambio, no son más que amplios cubículos desangelados –sin agua, con calor, sin privacidad mínima– donde los emigrantes se han ido uniendo por afinidad o por provincia de origen o por orden de llegada, hasta formar resignados grupos de veinte o treinta. Duermen en colchones sobre el suelo, con sus pertenencias a un lado.

    –No, no se roba. Qué se va a robar, no hace falta –dice Mirka Oviedo–. Aquí hay ropa, cosas baratas, esto no es Cuba.

    Independientemente de ello, parece primar un genuino sentimiento de hermandad entre los migrantes, y la completa seguridad de que nadie sería capaz de aliviar su precariedad a costa de más precariedad para otro que, en principio, está igual de jodido. Es sabido que pocas cosas unen tanto como las situaciones límites. Y esta –el hotel Millenium– lo es.

    Actualmente se albergan alrededor de quinientos cubanos, una cifra que con la salida de los primeros grupos en los próximos tres días cederá considerablemente. Aún así, basta recordar la época en que el gobierno panameño no había habilitado otros campamentos, y el Millenium acogía a más de mil varados, para que los quinientos actuales no parezcan un registro alarmante.

    –Yo tuve que dormir en el portal y hubo gente que se pasó semanas al aire libre –dice Arelys.

    Este trasiego, que ya suma cinco meses, ha terminado convirtiendo al Millenium en un edificio típicamente cubano, perfectamente reconocible por el ojo insular, repleto de atributos folclóricos; lo cual, por contraste, viene a confirmar que la estética cubana última, cuando no ha estado dictada por la improvisación, lo ha estado por la necesidad, o ya, de plano, por ambas.

    De las ventanas color café cuelga la ropa, lavada a mano minutos antes por mujeres desaliñadas que forman en fila hasta alcanzar la única llave de agua disponible en las afueras del hotel. A veces, incluso, alguna bayamesa trigueña, con un perchero en la mano en vez de una bandera, se asoma a la ventana. El cabello tupido y oscuro, un moño empinado, altanero, y los rasgos mezclados. Solo se extraña, sobre la oreja, el marpacífico rojo encendido.

    Pero para lugar común el lobby del hotel. En una cartulina verde, pegada con precinta al cristal de la entrada, se lee la lista de instrucciones que los cubanos deben cumplir, a riesgo de una multa de 250 dólares o un día de prisión por cada dólar no pagado. El lenguaje de algunos puntos parece graciosamente calcado de alguna estación provincial de policías: deambular a deshora, alterar el orden público, desobediencia a la orden policial, atentar contra la moral y las buenas costumbres. En el Millenium, que es también, propiamente, una colmena, les prohíben a los cubanos libar (sic) alcohol en la vía pública. Las puertas del hotel cierran a las nueve de la noche.

    –Nosotros no le hacemos caso a eso –dice William Carralero, tunero, el rostro infestado de pecas–. Nos quedamos hasta las diez y hasta las once conversando afuera, matando el tiempo.

    –¿No los regañan?

    –¿Qué nos van a hacer?

    Lleva razón. El castigo supone la privación de un bienestar. El bienestar de un emigrante varado, ¿cuál es?

    Otras prohibiciones, a su vez, semejan las de una guardería infantil: arrojar piedras a los techos. En las paredes del lobby se suceden los carteles –entre lo didáctico y preventivo– que te aconsejan cuidarte del virus A (H1N1) y de la pandemia de gripe, así, en general. Hay además un mural inocente, tierno y ridículo a un tiempo, justo como los murales de las escuelas primarias. Su marco es violeta, el fondo amarillo, y, en él, un cartel multicolor de tipografía a mano alzada dice lo siguiente:

    YO

    TENGO    N

    ESPERA  Z

    A

    Aquí y allá, como una emulación triste, corazones blancos, rojos, naranjas, rosas y verdes parecen guardar deseos íntimos y distintos que, una vez leídos, no son más que uno.

    “Yo quiero llegar a Estados Unidos para ayudar a mi familia.”

    “Quiero llegar a los Estados Unidos para poder tener una alimentación.”

    “Quiero llegar a USA para estudiar y alludar a mi familia.”

    “Ser feliz.”

    Leydiana Rivera: Guanabacoa, 43 años.

     Leydiana Rivera y Toochi / Foto: Eyleen Vargas
    Leydiana Rivera y Toochi / Foto: Eyleen Vargas

    Nunca pensó emigrar a Estados Unidos. Junto a su hijo y esposo, vivió por dos años en Quito con bastante comodidad. Licenciada en Administración y Economía, fue administradora de empresas como Sony, hasta que uno de los socios prohibió el empleo de cubanos. La creciente xenofobia que se destapara en Ecuador contra los cubanos hizo que Leydiana terminara de recepcionista y que su hijo, por ejemplo, trabajara como agente de seguridad durante casi un mes, diecinueve horas diarias, para que luego no le pagaran un centavo. Pensaron poner una denuncia en el Comité de Trabajo, pero el trámite burocrático prometía salirles más caro de lo que supuestamente les podían devolver. Ya desesperados, casi sin pagar la renta, vendieron un auto de tres mil dólares en mil, los muebles de la casa, algunos equipos domésticos, todo devaluado, y giraron la brújula al norte. Se encontraron con unos vecinos en el camino y compartieron las penurias de la travesía.

    Toochi: 8 meses.

    No es ni será cubana, pero hasta ahora Cuba la ha definido. No ha vivido en ningún hogar fijo, sino en un túnel espacio-tiempo difícil de precisar. Parece la muñeca negra de Martí, pero lo más probable es que, cuando crezca, ya en Estados Unidos o en otro lugar, Martí le suene como una referencia muy lejana o no le suene en absoluto. Dicen que se ha portado inmejorable. Que los goterones de sudor le corrían por la frente mientras su madre cruzaba el Tapón del Darién y jamás protestó. Es una de las caras más dramáticas de este conflicto, pero no se ha enterado de nada, ni lo recordará. Mientras duerme, rolliza, parece invencible.

    Danilo Garma: 28 años, La Habana.

     Danilo Garma / Foto: Eyleen Vargas
    Danilo Garma / Foto: Eyleen Vargas

    En enero de 2016, junto a su novia, tomó una lancha en Turbo para cruzar el Golfo de Urabá. Dos días antes, después de una disputa por el control de la zona entre paramilitares y coyotes, habían asesinado a un lanchero, y a mitad de camino, por algún motivo relacionado con el asesinato, los lancheros que llevaban a Garma decidieron esconderse. Pasaron varios días encima de la embarcación, ocultos entre el mangle, en un pantano, defecando y aseándose en el lugar, compartiendo la poca comida con otros cubanos y africanos –congoleses, senegaleses, malíes– que habían cruzado el Atlántico para emprender también la misma travesía. Luego los coyotes separaron a los africanos y Garma cruzó por su cuenta el Tapón del Darién. Una vez en Paso Canoas, ha conseguido trabajar en lo suyo –ingeniero civil– para unos árabes que controlan el negocio inmobiliario en la zona fronteriza de Costa Rica y Panamá. Le pagan unos cien dólares semanales. Con los ahorros, Garma logrará costear hasta Juárez el pasaje suyo y de su novia. Ya en El Paso, Estados Unidos, tomará un Greyhound por 220 dólares que recorrerá todo el sur gringo –Louisiana, Mississippi, Alabama, Georgia– hasta Miami. La arquitectura, las construcciones, los viales que Garma observará desde la ventanilla, mientras come pan con mantequilla de maní y mermelada de frambuesa, le causarán profunda impresión. Su plan será comenzar un negocio y fundar a mediano plazo una empresa inmobiliaria con la que luego pueda invertir en Cuba. 

    Mirka Oviedo: San Leopoldo, Centro Habana, 40 años.

    Mirka Oviedo / Foto: Eyleen Vargas
    Mirka Oviedo / Foto: Eyleen Vargas

    Vivía en un cuartucho en la calle Escobar, junto a su madre y dos hijos. Para poder salir de Cuba, lo cual siempre fue su plan, vendió en tres mil dólares una propiedad heredada. Anteriormente, a su haber, dos intentos de salida ilegal por mar. Uno en 1994 y otro en 2006. En ambas ocasiones el barco madre la capturó. Tiene, quién sabe desde cuándo, un tatuaje en el hombro donde le pide perdón a su madre si alguna vez le ha fallado. Su hermana, ya en Estados Unidos, no quiere enviar el dinero para que Mirka continúe la travesía. Y Mirka – hace ya que sus hijos no saben nada–tampoco llama a Cuba para no preocupar. El almuerzo del Millenium, arroz blanco y un pescado con picante, le ha agravado una vieja úlcera.

    ***

    Entre las diez y las once de la mañana, el ambiente se agita un tanto. Un camión de suministros de la confederación Cáritas de la Iglesia Católica entrega paquetes de víveres y una señora bajita y adusta anota con fingido interés los nombres de los migrantes que no cuentan con el dinero suficiente para el viaje. Todos se anotan porque no está de más hacerlo.

    –Eso es muy informal –dice Juan Carlos de la Torre–. No tomó número de pasaporte, habitación, nada.

    De la Torre –como tantos otros que no tienen dinero ahorrado ni cuentan con la mínima posibilidad de remesas– ha fijado sus esperanzas en actores de cuestionables intenciones o, por lo menos, de maneras un tanto vulgares: estrellas de la televisión miamense que vistiéndose de Mesías han visitado los campamentos de migrantes y, estrepitosamente, orgullosos de sí mismos, han prometido costear la salida de aquellos cuya situación extrema lo requiera.

    En el Millenium, ante realidades tan contrastantes –los que ya se van y los que tendrán que permanecer– es fácilmente identificable, a través de gestos, posturas y actos por lo general intrascendentes –el modo de caminar, las ropas, incluso la frecuencia con que entran y salen del hotel, la cantidad de palabras que dicen sin que nadie les pregunte nada– quién pertenece a qué bando.

    Un camarógrafo filma la entrega de víveres y, al preguntársele de dónde viene, dice que de un canal de televisión panameño, pero resulta obvio que trabaja para los Cáritas. La Iglesia también tiene el mal gusto y el extendido defecto de la solidaridad memoriosa: recordar a toda costa lo que hace.

    ***

    María Caridad Rodríguez: Camagüey, 42 años.

     María Caridad Rodríguez y Evans González / Foto: Eyleen Vargas
    María Caridad Rodríguez y Evans González / Foto: Eyleen Vargas

    Trabajaba como auxiliar pedagógica en la Escuela Especial Joaquín de Agüero, en Jimaguayú, y a mediados de 2014, junto a su esposo Evans González, carnicero, emigró a Ecuador. En Quito, ella limpió casas, cuidó niños, y él trabajó en carpinterías y hamburgueserías. En los ratos libres, durante todo un año, Evans estudió minuciosamente Google Maps, lo que le permitió, con la ayuda de una brújula, cruzar el Tapón del Darién solo junto a María, sin la guía de coyotes. Con todo lo que ya sabía de Centroamérica, Evans hubiera podido llegar adonde se le antojase. Ambos creen, y mucho, en Dios. El profile de Facebook de María es una imagen medio mística, ella junto a Evans mirando al cielo, en plena selva, sin preocupación aparente, risueños o ungidos, convencidos de que el señor todopoderoso los va a guiar. Pero, independientemente de la ayuda del Altísimo, ni Evans ni María son de quedarse de brazos cruzados, y entre los migrantes de la ruta cobraron merecida fama, porque en Puerto Obaldía, después de pedirles prestado una olla y un guayo a los pobladores del lugar, comenzaron a vender croquetas, frituras de harina, coquitos. Ya en Paso Canoas, María ha conseguido un local, cuatro cajas, un mantel y par de sillas abandonadas. Ha comprado fogón, vasos, vajilla, e inaugurado un restaurante de comida criolla que durante par de meses ha hecho las delicias no solo de los migrantes cubanos sino también de los panameños de la zona. María acostumbra a cobrarles más barato a los suyos.

    William Carralero: Las Tunas, 44 años.

     William Carralero / Foto: Eyleen Vargas
    William Carralero / Foto: Eyleen Vargas

    Oriundo de Puerto Padre, pueblo con mar, estuvo durante un tiempo pescando submarino, tiburones y careyes que luego vendía en el mercado negro. Con los ahorros, se largó a Ecuador, donde trabajó como contador en una empresa de eventos. En Turbo, después de pagar 240 dólares, trepó junto a otras ochenta personas a una lancha con capacidad para treinta, justo el día en que los paramilitares habían matado al lanchero. Averiados, Carralero pasó cuatro días recluido en el mangle y otros cuatro días en la selva. En Paso Canoas ha trabajado en la construcción. En Cuba tiene a su esposa y dos hijos. No piensa reclamarlos. “Hay que vivir el día a día”, dice.

    Deny Jesús Tartabull: Jesús María, Habana Vieja, 30 años.

    Se llama Kinella, la flor de Catalea. Encima de su nombre se puso otro nombre y es esto, en resumen, todo lo que ha tenido que hacer en la vida. Ponerse cosas encima hasta lograr ser ella, la que verdaderamente es y siempre debió ser, no el que fue por equivocación. Un pañuelo en la cabeza, dos argollas doradas en cada oreja, la mano de Orula. Un tanto más arriba de sus cejas afeitadas, dos cejas tatuadas, finísimas, duras. Bajo el pecho depilado –esos odiosos rezagos masculinos– dos senos redondos, simétricos, que le costaron 600 dólares en el hospital Miguel Enríquez. Tanto ella como varias amigas acudieron a un médico que les practicaba el implante hasta que lo apresaron y más ningún trans de La Habana pudo operarse por su cuenta. “Es que uno se desespera por el sueño de la femineidad”, dice. Durante sus últimos años en Cuba, Kinella fue activista del Cenesex (Centro Nacional de Educación Sexual), y esos son los únicos buenos recuerdos que guarda de su país.

    Desde niño se travestía con pelos, sostenes, blúmeres. Ya adolescente, estudió Elaboración de Alimentos, aunque Kinella lo llama Artes Culinarias. Frecuentaba mayoritariamente los sitios gays: el bimbón en 23 y Malecón, la Rampa, el parque del Quijote en 23 y J, Vedado. Pero esto no la libró del acoso.

    –Es un foco arriba de ti todo el tiempo, yo ni muerta me subía a una guagua, es como si se subiera un payaso.

    –¿Te llegas a adaptar a las miradas?

    –Te adaptas, pero ya eres siempre como una piraña, siempre de reojo con todo el mundo.

    –¿Te decían cosas?

    –Pájaro, huevú. Y la policía, el jefe de sector, un encarne por gusto. En Cuba no tienes vida. Yo me fui de mi país por la represión policial, no por otra cosa.

    A Kinella llegaron a maltratarla en su propia casa, delante de su familia, para apresarla luego por un supuesto robo con fuerza.

    Ni en Ecuador, donde limpió piso en hospitales y llegó a vender jugos y pasteles, ni en el resto de los países de la travesía, Kinella ha experimentado ni por asomo la discriminación, tácita o explícita, que llegó a sufrir en Cuba. En Centroamérica, dice, nunca la han mirado como un bicho raro. Cruzó el Tapón del Darién junto a otra amiga trans y varios migrantes nepalíes, pero no se encontró, tal como le auguraban, “ningún tigre ni bestia salvaje. Tres monitos descarados fue lo que vimos.” Ya en Puerto Obaldía, un oficial quiso pasarse de listo y enviarla al baño de los hombres.

    –Le expliqué que yo era mujer y que me identificaba como mujer, pero no entendió y tuve que ponerme incómoda.

    De ahí en fuera, las autoridades solo han sido solidarios con ella.

    Desde Turbo, en Colombia, Kinella arrastra una infección interna porque tuvo que bañarse y beber agua de un río contaminado. Estuvo soltando un pus medio rojo por el fondillo, pero el tratamiento con Metronidazol últimamente le ha asentado. Ahora espera que varias amigas de la vieja guardia le envíen el dinero desde Miami para, si Dios quiere, poder inscribirse en país nuevo con nombre de mujer.

    ***

    Al mediodía, el clima gira de manera inconcebible y brusca. Amenaza con llover. El cielo comienza a cerrarse como una bóveda siniestra. El paisaje que se observa desde el Millenium es particularmente desolador. Una carretera atravesada constantemente por busetas y camiones, luego un descampado opaco que no parece llevar a ningún lugar, y el creciente bullicio mercantil de los puestos fronterizos rurales. Es el decorado idóneo para que se despliegue en toda su virtud la estolidez vespertina que caracteriza la vida cubana: un país en el que desde hace mucho tiempo la gente no tiene nada que hacer, no encuentra manera de entretenerse, y permiten sin resistencia, en contenes, esquinas y balcones, que el tiempo de sus barrios los mastique.

    Un grupo variopinto se aglomera en el portal del Millenium y no acometen ninguna actividad específica. Algunos sentados; otros de pie, apoyados en la pared y de brazos cruzados; otros caminando alrededor de sí mismos. ¿Qué esperan? A veces parecen burlarse de alguien que pasa, o se fuman un cigarro, o sueltan algún comentario sobre alguien ausente, o se acuestan sobre un cartón y se comen las uñas, o, también, revisan el timeline de su Facebook sin prestar atención a ninguna publicación específica. El profundo despropósito de la gente reunida sin nada que hacer siempre parece esconder un motivo oculto, realmente importante, que desde afuera resulta imposible de descifrar.

    Mientras, algunos sí tienen que hacer, y mucho. Arelys toma, por dos dólares, una buseta hasta la Sede Nacional de Migración en el Mall de Chiriquí, en David. Durante una hora tiene que escuchar la música más horrible que alguna vez alguien haya compuesto. Es como una grasa chorreante, un tornillo melódico que diera vuelta justo al revés del sonido. Reguetones aguados, bachatas y anuncios publicitarios locales que los conductores pasan a todo volumen.

    El Mall de Chiriquí complementa el sopor manifiesto del Millenium, y en ese sentido, lezamianamente, el carácter nacional alcanza su definición mejor. A la desidia casi constante se le opone el caos eventual, la conga que arrolla, la barahúnda espontánea de la que solemos estar tan orgullosos.

    Hay migrantes acostados entre las mesas, sentados en quicios, comprando comida, vociferando, desbaratando la calma del lugar, profanando esta pequeña abadía del consumo. Le imprimen al mall –siempre tan pulcros los mall– un raro sentido de contingencia. Hay una lista impresa publicada en los cristales exteriores de la oficina de Migración. Contiene los nombres de los afortunados que entre domingo, lunes y martes llegarán a Estados Unidos. 238 entre domingo y lunes y 154 el martes. Además, hay formadas dos extensísimas colas, ininterrumpidas desde el viernes en la tarde. La primera, de estos mismos migrantes, que aguardan un visado por tres días para poder moverse hasta Ciudad Panamá (Arelys, Garma, María), y la segunda de un grupo que espera comprar sus pasajes para miércoles y jueves.

    A pesar del cansancio, no hay en esta multitud nadie excesivamente apesadumbrado. Es la ofensiva final, probablemente la espera más dulce de sus vidas: más, por ejemplo, que la del pan para los viejos jubilados y más que la de las compras al por mayor para los negociantes que luego venden a sobreprecio los productos –muchos, muchísimos– que en Cuba suelen escasear.

    –Cuando llegue a Miami ya tengo un trabajo de veinte dólares la hora –dice Yandriel Siberio, cibernético–. Y cuando tenga permiso, no me bajo de los cuarenta. El problema es la prueba que tengo que hacer. Matemática no se me da bien, yo aprobaba el análisis matemático en la universidad porque no me quedaba más remedio. Pero si es algoritmo, o trabajar en algún lenguaje que ellos pongan, eso yo lo bateo.

    Cuba tiene, además de todas las tipologías de emigrantes conocidos, una especie endémica, los emigrantes universitarios.

    Visto lo visto, podemos asegurar que el emigrante no se va completamente de su país hasta que no logra llegar al lugar que ansía. La travesía es un insólito purgatorio que, no importa cuánto avance o cuán terrible sea, mientras esté trascurriendo, el emigrante sigue detenido. Estos cubanos –entre el espasmo, la ilusión, la expectativa; y a pesar de los ajustes– viven todavía en Cuba.

    Pero en Miami, adonde bien pronto irán a dar los huesos de la mayoría, el tempo nacional se verá drásticamente violentado, suprimido, traumado. El metabolismo lento de las sociedades que no exigen demasiado de uno –y en las cuales el individuo puede lanzarse un poco a la deriva, dejándose llevar cauce abajo– en el oxígeno vertiginoso de Miami no sobrevivirá más de veinticuatro horas. Aquellos que no han pedaleado jamás una bicicleta tendrán que comprarse un auto y aprender a manejar en una semana, cruzar como saetas las express way que atraviesan la ciudad, negociar con dealers, trabajar diez horas y más, pagar rentas e impuestos de los cuales no entienden la mitad, asumir el trabajoso hábito de la puntualidad, obedecer a los superiores, adquirir tarjetas de débitos y de crédito, un aparte sobre el que tampoco tienen la menor idea.

    Les irá bien, porque además cargan con el recuerdo del lugar del que provienen, un país que lamentablemente no supo ofrecerles demasiado, pero no será coser y cantar. No hay casi ninguna prueba factual por la que, a la larga, un cubano que se vaya a Miami tenga que pensar que no tomó la decisión correcta. Menos aún si ha quemado las naves, como todos estos.

    A las cuatro de la tarde, en medio de un bullicio que no termina, el mall de Chiriquí organiza una pasarela canina. Perros de todas las razas, coquetamente vestidos, pasean por una rampa y en los parlantes se escucha Major Lazer.

    En la parada del bus, un arquetipo de cubano veintiañero –pantalón estilo Aladino, camiseta holgada roja y zapatillas New Balance también rojas– revolea su pasaporte y, saltándose todos los tiempos de estancia establecidos, le grita a otro:

    –Ya esto no da más, broder. Ya soy americano. Aquí lo dice. A-m-e-r-i-c-a-n-o.

    Afuera comienza a llover con rabia. Es el sábado 7 de mayo de 2016. La grisura rígida del cielo panameño finalmente se ha cuarteado, como una estría en la piel.

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    Carlos Manuel Álvarez
    Carlos Manuel Álvarez
    Bebedor de absenta. Grafitero del Word. Nada encuentra más exquisito que los manjares de la carestía: los caramelos de la bodega, los espaguetis recalentados, la pizza de cinco pesos. Leyó un Hamlet apócrifo más impactante que el original de Shakeaspeare, con frases como esta, que repite como un mantra: «la hora de la sangre ha de llegar, o yo no valgo nada». Cree solo en dos cosas: la audacia de los primeros bates y la soledad del center field.
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    Pero ¿y las trans? ¿A qué van a Rusia? «A lo mismo que todo el mundo: a hacer dinero, progresar, comer bien e ir a buenos lugares». Liz Rodríguez lo tiene todo muy claro: «La vida de una trans en Rusia es buena, obviamente hay que vivir de la prostitución. Trabajando normal es imposible».

    Remesas desde EE.UU.: ¿Qué pasa con el salvavidas de la economía cubana?

    En 2023, las remesas hacia Cuba totalizaron mil 972.56 millones de dólares y experimentaron una caída de 3.31 por ciento en relación con 2022 (dos mil 040.25 millones), según informe de Havana Consulting Group.

    Envejecer en Cuba

    Cuba es el país más envejecido de América Latina y el Caribe, con dos millones 478 mil 87 personas que superan los 60 años. El 36 por ciento de su población será adulta mayor hacia 2050, y a todas luces la isla no parece lista para enfrentar el desafío.

    9 COMENTARIOS

    1. Parece un tabú mencionar, ni por asomo, la causa original «sui generis» de tan desordenada, peligrosa y multi publicitada «estampida a la cubana», con lo fácil que es mencionarla: -apúrate que derogan la Ley de ajuste, la política de pies secos y mojados y el Parole para los de la salud; previo bloqueo cincuentón, tan «sui generis» como lo anterior, para enmascararlo con frasecitas acuñadas de antemano por los verdaderos y seguros culpables: hambre, escasez, monopartido, derechos humanos, librexpresión, acoso, tortura, asesinatos y desapariciones; que de tanto repetirlas, hasta terminan creyéndoselas.

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