El regreso de Scarface (II)

    ¿Será verdad, Mono, estará muerto? Y el Mono discó un número corto. Y luego habló con una especie de pizarra. Lo perdí de vista, pero al rato se apareció en la celda y me dijo que sí, que estaba muerto.

    El Mono había metido cincuenta y seis toneladas de cocaína a los Estados Unidos. Por eso estaba preso junto conmigo en la federal de Leavenworth. Me dijo una noche que ese número se quedaba corto, cortísimo, que había introducido mucho más, que tenía treinta y seis aviones Comander, bimotores, y que cada uno, solamente, movía seiscientos kilos. Su sentencia era de treinta años, y cumplía veinte, porque se pagan las dos terceras partes. Era mi compañero de celda hasta que me trasladaron a Bastrop, Texas.

    El Mono se llama José Rafael Abello Silva1, y su fortuna, me confesó, sobrepasaba los mil millones de dólares. Era uno de los pesos pesados del Cartel de Medellín, por eso le creo el alarde, palabra por palabra. Cuando vi por el televisor que le habían sonado un pistoletazo a Pablo Escobar fui directo a la celda. El Mono llamó a Colombia y la hermana de Escobar lo confirmó. Era el año 93.

    Ni él ni Verdugo consumían. Tampoco traficaban en la cárcel. Era menudeo, no tenían necesidad. René Verdugo2 y el Mono hicieron contacto enseguida. Hay cosas que no puedo contarte, no. No puedo. Verdugo aún está adentro, y estará, porque le echaron una perpetua. Hay cosas que no pueden decirse cuando alguien está adentro, sobre todo si ese alguien quiere salir, o si ese alguien tiene un pueblo de gente que quiere que salga.

    Cuando me llevaron a la prisión de Texas nunca más supe de ellos. Allí, en Bastrop, no traficaba. Pero la policía creía que sí. Yo conocía los movimientos de la droga, uno de los traficantes era mi socio, pero la mercancía no era mía. Me investigaron durante cinco meses, y mientras tanto, tuve que permanecer en eso que le llaman El Hueco, una celda de castigo y aislamiento.

    ¿El Hueco? Chica, no era lo que mucha gente piensa. Estás alejado de la población penal, eso sí. Tampoco es tan reducido el espacio. Casi como el tamaño de esta sala, ¿ves? Con la cama por aquí, la puerta por allá, un baño, ¡claro, su baño en muy buenas condiciones! Su espacio para bañarte, inodoro. Colchón de muelles.

    Te sacaban una hora al día para que cogieras sol y caminaras. El espacio abierto medía unos diez o doce metros. El resto del tiempo permanecías en la celda. A nada, no salías a nada. Te llevaban el alimento. Ah, los fines de semana no te daban esa hora en el espacio abierto. Pero nah, uno se adaptaba y… en ocasiones compartía la celda con otro preso. Esa no fue la única vez en El Hueco. Hubo varias. La mayor parte del tiempo la pasaba sin acompañante, aunque las celdas fueran de a dos.

    ¡Leer! Tienes tanto, pero tanto tiempo, que este toma volumen, se vuelve una masilla pastosa. Le puedes dar formas, estirarlo, hacerlo una bola, partirlo en múltiples partes. La atmósfera de la prisión está cargada de tiempo. El tiempo es una sustancia suspendida ahí, como el nitrógeno, el oxígeno y las otras. Uno se traga ese tiempo, lo defeca, lo transpira. Y yo leía. Llenaba mi celda vacía, que era mi cápsula de tiempo vacía, de lectura y más lectura. Leer impedía que me angustiara o pensara cosas feas.

    ¿Qué? ¡Un tratado de anatomía! Aprendí mucho. Por las tardes, cuando no estaba en El Hueco, corría. Era corredor de campo y pista. No, no tengo una educación deportiva. Empecé a correr en prisión. Treinta y cinco kilómetros todos los días. Me fui de allí corriendo solo doce.

    Me masturbé durante diecisiete años. Digo, uno se masturba desde muchacho y para toda la vida, claro. Lo que intento explicar es que durante ese tiempo vivía a masturbaciones. Tampoco significa que lo hiciera todo el tiempo. Significa… ¡ah!

    Muchas personas practicaban…la homosexualidad. No la mayoría, pero sí un buen número de presos. Soy negativo a la homosexualidad. Creo que soy lo que llaman homofóbico. En cada prisión hay una shopping, y en esa shopping hay revistas pornográficas. Yo las compraba.

    Las penitenciarías norteamericanas no permiten visitas conyugales. Entonces María llegaba al salón, y nos sentábamos, y yo podía tocarla, besarla, olerla, y contemplar las líneas en su escote y su busto. Luego se iba.

    Fueron varias prisiones federales: Lewisburg, Pensilvania; Leavenworth, Kansas; Bastrop, Texas; Florence, Colorado; una de media seguridad en Denver llamada NCI; volví a Florence a los pocos meses, y el último semestre lo pasé en una prisión de Talladega, Alabama, antes de la deportación.

    Buena comida, mucha higiene, un baño con agua tibia. También teníamos salas para ver televisión. ¡A color! Muchos canales, muchos canales. Había una antena parabólica. A veces pasaban pornografía y yo me retiraba de mi asiento, porque no me parece correcto ver pornografía rodeado de gente, de hombres. Soy negativo también a eso. Pero las prisiones federales vienen siendo, para un cubano, como un hotel cinco estrellas. Podíamos cocinarnos, manipular hornos microwave. Nos vendían latas de troncho, de carne de res, jamón serrano, sardina, pollo deshuesado, prensado ¡Comida!

    La decisión de deportarme a Cuba después de cumplir la sanción fue inapelable. Me sentenciaron a veinticinco años, pero estuve preso diecisiete, porque se cumplen dos tercios.

    En 1984 el gobierno de Reagan acordó expatriar a 2746 convictos cubanos, los llamados excluibles. Nunca publicaron la lista. No sé si me registraron pero estoy, ahora, aquí.

    El 25 de marzo del año 99 aterricé en La Habana por una pista militar. Avisaron a mi hermana, pero me detuvieron cuarenta y cinco días en el Combinado del Este.

    He vivido desde entonces en el mismo barrio. En Pavón. En el puente.

    Digresión

    ¿Y cuando murió?

    Tampoco.

    ¿Y cuando la veías marcharse para luego desaparecer tras la puerta de hierro de aquel salón?

    Tampoco.

    ¿Y cuando la veías marcharse, en una escena casi exacta a la anterior, pero con los tres muchachos agarrados de las manos?

    No, tampoco.

    ¿Nunca nunca?

    Nunca.

    ¿Nunca nunca nunca?

    Nunca.

    Víctor –Vitico–, el mayor de los tres, me dijo que no. Que no recuerda a su padre llorando. Que vivieron juntos, entre una prisión y otra, entre un país y otro, diez años. Pero que no.

    ¿Hablaron?

    Sí.

    ¿Te dijo algo más?

    Que su padre era un soldado. Y que su padre, cuando entraba por la puerta, era una dama. Y que su padre era un poco mujeriego, pero que él nunca se metió en eso. Y que su padre no conocía la marcha atrás.

    Ya he aprendido a controlarme. Estoy viejo. Hace mucho que no veo a mis hijos.

    Me contó del día que salieron a pescar y llevaron el Marca-U.

    Le disparamos a un pelícano. Aparecieron oficiales armados, uno de ellos me apuntó con el M16. Estaba también María y Nivaldo y Liván, mis otros dos muchachos.

    Dice Vitico que te cambió el semblante, que había odio.

    Ya he aprendido a controlarme, sí. Nunca me arratoné.

    Me habló del Solana, y de las visitas a prisión. Hay frases, pensamientos, que son escandalosamente exactos en los dos.

    ¿Sí?

    Por ejemplo, que su padre no era un delincuente como esos que tienen los brazos llenos de tatuajes, que le roban la cartera a una vieja.

    Me lo podían hacer con anestesia. Había muchas tintas en prisión. Me insistieron, pero no me sentía de esos delincuentes que matan o asaltan o roban o violan mujeres, que son quienes tienen tatuajes.

    ¿Eres otra clase de convicto?

    ¡Claro! Nunca robé por ahí, ni vendí droga a menores, ni violé, ni maté gente inocente. Y en Cuba fui preso político, no un delincuente más. Hay una diferencia, ¿no?

    Vitico cuenta cómo le revisabas la boca en las visitas, en Lewisburg, y le metías la nariz, y olías, para detectar la marihuana. Y le examinabas los párpados, por si habían perdido el color. Dice que fuiste un padre preocupado, pero que a sus dieciséis él tenía tres trabajos, que se echó la casa encima. Que se dormía en el High School y que, sin embargo, lo sacó, machucando. Y que no puede contarme algunas cosas, pero María se las vio negras, sola, con tres chamas.

    Yo le enviaba todo cuanto hacía allá adentro.

    También lo confirmó. “¡Mi papá era un león! ¡Guapeaba por nosotros! ¡Raspiñaba en la cárcel!”, dijo.

    Quería que vivieran bien. Que no se involucraran en esto, ni que consumieran jamás la droga. Los ochenta fueron años malos.

    Tu hijo, como tú, me jura por lo más sagrado, por la virgen y su propia descendencia, que nunca la ha probado.

    ¿Él está bien?

    Vitico vive en las afueras de Miami, me dice que tiene fincas, crías de animales, y tres negocios propios.

    Con los otros dos tengo menos contacto. El menor es profesor de Kárate, cinta negra. Organiza combates fuera del país, tiene su propio salón. No quieren venir. No mientras haya comunismo.

    ¿No temes morirte sin volverlos a ver?

    Tengo conformidad.

    El pasado que me cuentas es distante, absolutamente nadie puede dar fe de la mayoría de los hechos, excepto tú mismo. ¿En qué medida no son memorias fabricadas, memorias pulidas y suavizadas? Tu historia va hasta un territorio que parece pertenecer a la ficción y luego regresa. ¿Me dejas manosearla?

    Los hechos deben estar ahí. Da igual cómo los tires sobre la mesa.

    Victoriano Concepción Meneses /Foto: Cortesía del autor
    Victoriano Concepción Meneses /Foto: Cortesía del autor

    Enero 30 del año 17

    Es lunes, temprano en la mañana, y el cielo parece inflamado. La gente hace todavía sus cosas, sus rituales, sus coreografías colectivas. Sin embargo, la gente también sabe que hay un margen de probabilidad de que comience a llover, entonces algo en el ritmo se disloca. Compactamos el día en unas pocas horas, la ropa se destiende aún mojada, y nos volvemos temprano de la oficina. El clima es de contingencia, y es perfecto.

    Víctor sale poco. El hormigueo que provoca la amenaza de lluvia le da igual. Me ha dicho que desayuna antes de las siete, y que almuerza de diez a diez y media. Víctor compacta cada uno de sus días en un puñado de horas. La contingencia es su ritmo.

    El Puente de Pavón, como toda frontera, es una especie de núcleo. De él nacen (o en él terminan) dos municipios: Camajuaní y Encrucijada. Pero si lo tomamos como origen de coordenadas, no solo es frontera en el plano horizontal, porque debajo de ese puente hay un foso, un hueco; y en ese hueco, un caserío. Entonces, El Puente de Pavón también es un límite dentro del plano vertical, porque separa al barrio de Víctor de ese manto grisáceo parecido al cielo de enero.

    Me dice que tiene sesenta y ocho, que casi, porque los cumple en abril. Lleva un suéter de lana ocre. Todo su conjunto es muy ocre y hace que parezca el personaje salido de una postal antigua. Aunque el tono acartonado en sus ojos, piel, suéter, medias y labios, no implica desgaste alguno. De modo que conserva el atractivo de esas antigüedades con cierta atención al diseño.

    Está sentado sobre una silla de hierro. Cruza un pie por encima del otro, los dedos trenzados abrazan el hueso firme de su rodilla. Hay en la sala, además, dos sillones de madera y un pequeño multimueble esquelético con varios compartimentos: el espacio –según mis cálculos- para ubicar un televisor mediano, y otras seis casillas donde no cabe aparato electrónico alguno, sino que existen por puro entusiasmo. No veo tal televisor, solo libros desordenados y un pomo de vitaminas.

    En una pared, dos portarretratos incómodos ejecutan la honrosa misión de dignificar el espacio vacío. Una joven aprieta los labios y comparte marco con un par de karatekas en pose. Al otro lado de la puerta, en la entrada del cuarto, un adolescente sonríe y creo ver en él un viso familiar. Es el niño de Vitico, me explica Víctor.

    Vitico, Nivaldo y Liván le enviaron el dinero para levantar la casa cuando se ajuntó con Migdalia Chirino. Setenta y cinco mil pesos cubanos, que es decir tres mil pesos convertibles, que es decir una cifra similar de dólares americanos. Migdalia, dicen en el barrio, se remangó la camisa y ayudó a los albañiles a fundir la placa.

    ¡Migdalia es una loca de la vida! ¡Guapa de verdad!”, me dice un hombre de los alrededores cuando pregunto por ella.

    Víctor se enamoró de Migdalia desde el santo día que esta le encomendara su propia dentadura postiza. No se arratonó, no. Le sacaba veinte años a la muchacha pero nunca conoció la marcha atrás. Elaboró una plancha de cuatro dientes para el maxilar inferior de su enamorada porque, ¡claro!, él es graduado de técnico en prótesis dental y sus hijos le habían facilitado algunos materiales para su uso personal.

    La escena siguiente no transcurre dentro de la sala de Víctor, porque la escena siguiente es un monólogo suyo, una ráfaga traslúcida de testimonios en cronología exacta. Es decir, usted que lee puede desclavar el pasado del protagonista que se narra al inicio y colocarlo en este lugar: (aquí). Entonces tendrá una idea más acabada de lo que ha ocurrido la mañana del 30 de enero, en El Puente de Pavón, bajo un cielo magullado que aún soporta, como esas válvulas de contención, la desgracia.

    Octubre 11 del año 17

    Migdalia Chirino no tiene cuenta de Gmail o de Facebook. Se le olvidó cierta clave y, como muchísimas cubanas al filo de los cincuenta, no sabe tarequear una computadora. Sin embargo, tiene un número telefónico y una residencia en Miami. Hace tres años emigró por un corredor de Centroamérica. Víctor la ayudó con el dinero. Era su sueño: prosperar, ayudar a su hija, sus nietos y su padre que todavía está vivo. Él lo comprende. Ella llama, eso sí, y ha venido cinco veces en ese tiempo. Le trajo un presente a Víctor en su primera visita. Pero no están juntos, porque él lo aclaró: usted haga su vida por allá que yo haré la mía por acá.

    Cree que se enamoró. Cree que es un hombre romántico. Vivió con Migdalia catorce años. María falleció en Miami producto de un cáncer, a los pocos meses de que lo deportaran. Entonces se entristeció, pero no lloró, porque acepta su realidad tal cual, como manda la Biblia.

    Tomo, del pequeño multimueble esquelético, una edición ilustrada del Apocalipsis. “¡Me lo trajeron los Testigos!”, salta él, “¡habla del fin del mundo, pero los nietos de Migdalia, que son la candela, lo garabatearon con unas crayolas!”

    La sala es la misma. Sospecho que no solo es la misma desde la mañana del 30 de enero, sino que esa sala se sumió en estado comatoso hace tres años, cuando Migdalia se fue. De ahí que notemos cierto flirteo con la estética: muebles de madera torneada, portarretratos, algún desolador adorno a juego con nada. Los rezagos de un ajetreo anterior. Todos son presencias muertas.

    Es posible que Víctor, por tal motivo, viva a ritmo de contingencia, pensé. Quizá esté ahí la respuesta para que un hombre acelere los horarios de comida hasta el límite del absurdo, y use solamente una esquina mínima del mantel para apoyar su plato, o duerma y se despierte y vuelva a dormirse sobre un colchón prácticamente destendido, o se siente, durante nuestra charla, no en un cómodo sillón torneado sino en un mueble de hierro.

    Pero ya Víctor no almuerza de diez a diez y media, no. “¡Me están cocinando!”, dice. Tras el paso del huracán Irma por la zona central, el pasado 9 de septiembre, los vecinos de Pavón quedaron varias semanas sin corriente eléctrica. Entonces Ricardo Abreu Llanes y la esposa decidieron incluirlo en las comidas, y se fue quedando y quedando. Luego establecieron, mediante el diálogo, algunas líneas de conducta y acción para que ambas partes resolvieran ventajas individuales o colectivas que sirvieran a intereses mutuos: Víctor les paga doscientos cincuenta pesos mensuales, que es decir diez pesos convertibles, que es decir diez dólares americanos aproximadamente, a cambio de compartir un espacio en la mesa ajena.

    A estas alturas del texto tal vez no haga falta mencionar que Víctor está despiadadamente solo. He dado algunas pistas de esa soledad que flota sobre él y se acomoda a su vida con la misma naturalidad que un guante sintético a la mano de un cirujano. Pero hay un último detalle y tiene que ver con la locuacidad. Víctor no conversa sino que declama. Cada frase es redonda. Derrama párrafos enteros, limpios de muletillas o vicios o acentos. Coloca fechas, direcciones, nombres atascados en algún rizo del pasado, y uno puede embobecerse viéndolo, porque su historia llega como un himno irreversible, perfecto, sostenido en recuerdos firmes y no en ese terreno movedizo de la duda. Sin embargo, noto en el tono sereno, exquisito en vocablos, una raíz enfermiza.

    Me pregunto, entonces, si la soledad puede llevarte a ese tope. Si Víctor, a fuerza de repetirse su propia historia en el espacio vacío de una celda o de una sala, se ha sumergido en ámbitos del conocimiento tan aleatorios –de esos con los que tropezamos por azar y nos son indiferentes– al punto de llegar a dispararme, gratuitamente, que la mordida de un cocodrilo alcanza las mil cuatrocientas libras de presión.

    Me respondo que sí, que tal vez la soledad sea capaz de generar algún tipo de erudición desatinada. Cuando menciona la mandíbula de los cocodrilos, no me ilustra una escena en el pantano de Hunting, sino cualquier noche sobre una cama muerta, moteada de pequeñas luces que desprende la pantalla de un televisor. Y cuando me cuenta su historia en ramalazo e introduce, durante la marcha, algún aderezo científico como la composición de la cocaína, no está hablando de su pasado ni de su rigurosa memoria, lo que en verdad se comprende de todo ese performance es su intento desesperado por cautivarme, cautivarme para que escuche, para que escuche y me quede –con suerte– un rato más.

    La mañana del 11 de octubre hubo un rato más, y hubo también soltura. Mencionó que su hermano de Sitiecito fue agente de la Seguridad del Estado, y que ya se podía hablar del asunto porque en un programa de la emisora provincial CMHW lo habían felicitado, junto a un grupo de agentes más, a propósito de su retiro. Y que ellos de política no hablan. Y que su hermano es buena persona porque, por ejemplo, en algún momento de su vida lo llevó en bicicleta de Pavón a Vueltas, que son casi veinte kilómetros.

    Víctor vive de remesas que le envían los hijos. Aunque le gustaría trabajar en algo acorde a su cultura. Se comunica con ellos a través de un teléfono celular Motorola V3. No recibe correos electrónicos, solo llamadas. “¡Con mucha frecuencia!”, asegura. Sin embargo, la cobertura dentro de la casa es prácticamente nula.

    Miriam, una hermana materna, vive en Miami. La menor de todas murió. Los hermanos restantes plantaron bandera en Cuba, pero le quedan lejos. Y digo lejos como está lejos un hombre sobre el único trozo de asfalto firme que dejara un terremoto. Víctor alcanza a ver a sus hermanos, pero no puede tocarlos.

    No llora desde muchacho. El ritmo de contingencia es un paso antiguo, anterior a la cárcel y anterior a todo lo narrado. A los nueve su padre lo llevó consigo a Santa Cruz del Norte, en la actual provincia de Mayabeque, para que se ganara la vida. Él, claro está, no trabajaría en la construcción de obras públicas, como su padre, sino que vendería café y papas rellenas a la hora del almuerzo.

    Esa mañana del 11 de octubre me contó cómo su padre lo sacó de la escuela. Hacía falta dinero en la casa. El sexto grado, y la Secundaria, los venció tiempo después en institutos para la superación de obreros y campesinos. Víctor creció bajo un cielo inflamado, por lo que aprendió a compactar el día en unas pocas horas.

    En la despedida le pregunté por un deseo cualquiera, daba igual si sonaba ridículo o inalcanzable. Tenía la libertad de fabular, delirar a sus anchas: “Encontrar a una compañera estable. Pero debe ser más joven que yo, porque la mujer envejece sexualmente primero que el hombre”.

    Victoriano Concepción Meneses /Foto: Cortesía del autor
    Victoriano Concepción Meneses /Foto: Cortesía del autor

    Noviembre 13 del año 17

    Posiblemente me vaya de aquí. Va y me muevo a Caibarién, pero debo vender primero, así que demora”, dispara Víctor como si hubiese reservado durante un mes esa oración, aséptica, para estrenarla conmigo.

    Allá tengo una hermana y un sobrino que también son Testigos”, empata con el fragmento anterior. Pero Víctor no es Testigo, de hecho, si fuese religioso querría ser evangélico. Se lo digo.

    ¡Víctor, tú no eres Testigo de Jehová!

    No, pero casi.

    ¿No simpatizabas más con los protestantes?

    Cambié.

    ¡Cambió! ¿Por qué?

    Porque los Testigos son muy unidos, son solidarios. Tendrías que verlos cuando pasó el ciclón. Ayudaron más a su gente que el gobierno municipal al pueblo.

    ¿Por qué no eres Testigo entonces, qué falta?

    El bautizo. No es tan simple. Ellos te imparten estudios y luego evalúan tu caso en su núcleo.

    ¿Es decir, que pudieras ser no apto?

    ¡Ajá!

    ¿Y por qué parámetros se rigen?

    No lo sé, pero hay algo que me preocupa.

    ¿Qué?

    Para tener relaciones sexuales debes casarte, y para casarte debe ser con una mujer Testigo. Tengo miedo cometer una infracción y que me sancionen.

    Víctor me habla de cómo Jesús no es Dios, sino su hijo. Y de cómo no podrá, en lo adelante, andar sin camisa. Que debe ser cuidadoso con su vestimenta y organizar aún más su vida. Que le gusta orientarse por estatutos religiosos. Que un hombre debe tener límites y principios y normas morales y éticas. Que está feliz de pertenecer a esta congregación. Que la sensación de que es vigilado lo salva ante el peligro del pecado, lo mantiene sobre el carril, sobre el carril donde marcha lo justo y lo correcto. Y que una congregación es como una correccional, de algún modo, pero en el mejor sentido.

    Esto es un final

    En el poema Simplicidad, incluido en el libro Trabajar cansa, César Pavese describe la añoranza de un prisionero ante el espectáculo que supone la llegada del invierno al otro lado del muro. Una vez en libertad, el prisionero procura el pan, el vino, el fuego y la carne. Cada uno de los motivos que armaban su paisaje nostálgico. Cuando por fin los merece, ya han perdido todo sentido. Y la carne, el vino o el pan, no saben a carne, a vino, o a pan, porque no saben a nada.

    Puede que el prisionero regrese a su celda solitaria, no lo sé, no comprendo del todo el final, pero el inicio dice así: “El hombre solo –que estuvo en la cárcel– regresa a la cárcel/ cada vez que muerde un pedazo de pan”.

    Victoriano Concepción Meneses /Foto: Cortesía del autor
    Victoriano Concepción Meneses /Foto: Cortesía del autor

    1 José Rafael Abello (alias Mono Abello) fue un miembro de alto rango en el Cartel de Medellín, arrestado por cargos de conspiración para importar y distribuir cocaína en Estados Unidos. El 23 de julio de 2007 fue liberado.

    2 René Verdugo, antiguo traficante de Marihuana sentenciado a 240 años de cárcel y a una cadena perpetua desde 1986. Se le acusa de estar involucrado en el asesinato del agente de la DEA Enrique Camarena.

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    Lianet Fleites
    Lianet Fleites
    Periodista cubana, analfabeta (lo primero por descarte, lo segundo solo es el resultado de lo primero). Creció dentro de una familia humilde, pero no en el seno, porque su familia nunca ha tenido seno ni oportunidad de lactar. Le interesaría componer reguetón de autor y cree cabalmente que Mirta Aguirre es una precursora del género. Reside en Camajuaní y no pretende moverse de tal sitio jamás, a menos que aparezca el menor chance (debe ser el “menor”, una oferta tentadora tendrá que rechazarla). Le seduce la Ciencia Ficción aunque solo podría operar, de forma óptima, una calculadora solar marca Casio. Arma poemas disparatados durante la jornada laboral y desperdicia su tiempo libre haciendo periodismo. No ofreció cobertura informativa al Festival Provincial de la Caldosa en Villa Clara. No lloró con Bamby.
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    7 COMENTARIOS

    1. Eres un fenómeno. Al principio de la primera historia, me recordaste a «El Cuentero» pero después esa forma rápida y elocuente como escribes, así mismo hay que leerte. Te felicito. Me alegro haberte encontrado.

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